De Santillana a San Millán
Las reformas territoriales previstas (del Senado y de varios estatutos de autonomía) han entrado en fase de tanteo. La reunión preparatoria de la Conferencia de Presidentes autonómicos terminó ayer sin acuerdo, pero sin ruptura: volverán a reunirse en octubre. Los presidentes de comunidades gobernadas por el PP actuaron con doctrina y portavoz únicos, buscando diferenciarse de un PSOE al que acusan de tener demasiadas voces en materia territorial. Rajoy consideró "inaudito" que se pida a las comunidades que expongan sus sugerencias de formato y orden del día en lugar de someter a debate el modelo propuesto por el Gobierno.
Más que inaudita (nunca oída, monstruosa, vituperable), la fórmula de esta Conferencia de Presidentes es inédita en nuestra democracia, pero no por ello tiene que ser negativa para avanzar hacia la reforma desde un consenso no sólo entre partidos, sino entre comunidades autónomas. Para la principal de las reformas proyectadas, la del Senado, existía un principio de acuerdo que se rompió a mitad de la primera legislatura del PP. Aznar, personalmente, había defendido en 1994 la reforma del Senado en términos similares a los que planteó el PSOE hace un año en la reunión de Santillana. Y Rajoy, en 1996, con un PP recién llegado al Gobierno tras un pacto con CiU y PNV, defendía una ampliación de competencias de las comunidades, por un lado, y la reforma del Senado, por otro.
A partir de 1998, sin embargo, Aznar comenzó a asociar defensa de la cohesión y unidad española a resistencia a cualquier reforma territorial. El Congreso del PP de 2002 sancionó ese giro dando por cerrado el proceso descentralizador y estableciendo que cualquier reforma del Senado significaba introducir criterios que vulneraban el principio constitucional de que la soberanía reside en el pueblo español. Lo aprobado el pasado fin de semana en San Millán abunda en esta retórica, pero sin cerrarse en banda a eventuales reformas, siempre que cumplan las siguientes condiciones: que no cuestionen la unidad nacional ni los principios de igualdad ante la ley y solidaridad interterritorial, que las diferencias entre comunidades se ciñan a lo relativo a los hechos diferenciales. Nada muy distinto de los criterios generales asumidos por el PSOE.
También plantea el PP que el proceso de reforma de los estatutos se aborde desde un doble consenso: el interno de cada comunidad y el forjado entre Gobierno y oposición. El apoyo de los dos grandes partidos de implantación nacional es aconsejable para la convalidación por las Cortes de los proyectos aprobados por los respectivos parlamentos autonómicos. Se trata de una cautela destinada a garantizar que cada reforma particular sea coherente con el conjunto del sistema autonómico. Y así se hizo en las reformas pactadas en varias comunidades de régimen común -gobernadas por PP y PSOE- en 1992 y 1996. Pero sería un error pretender ahora convertir ese acuerdo PP-PSOE en un requisito previo que dificulte asociar al consenso a los partidos nacionalistas. No por inédito puede afirmarse que el procedimiento que propone el Gobierno sea inaudito. Salvo que el propósito sea bloquearlo.
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