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La batalla de Valencia

Hace poco más de un cuarto de siglo hubo aquí una batalla de la que las jóvenes generaciones no suelen tener sino una idea vaga. ¿Una batalla, dice? Pero, ¿qué era, cosa de las fallas, como unos juegos florales o algo así? No, no, fue una batalla de verdad, con insultos, agresiones, mutilados, atentados terroristas y -sólo por milagro- ningún muerto. Ah, ya, las manis de cuando la caída del franquismo; vamos, las batallitas del abuelo cebolleta. Que no, que la cosa iba sobre lo valenciano, sobre los símbolos y sobre la lengua. Afortunadamente nuestros jóvenes no acaban de entenderlo. Es verdad que las soluciones a las que se llegó no satisficieron a ninguna de las dos partes, que se ha gastado mucho dinero en organismos culturales inútiles y menos del debido en potenciar lo que se acordó salvaguardar, pero, en conjunto, cabe decir que podríamos estar mucho peor. Sin embargo, aquella fue una batalla centrípeta, el episodio central de una verdadera guerra civil.

La que ahora se nos viene encima es otra batalla de Valencia, una batalla centrífuga. Como decían los profesores de latín del Bachillerato -permítanme esta pedantería de filólogo- "pugna Valentiae" puede ser genitivo objetivo o subjetivo, es decir, puede significar la batalla por tomar Valencia o la batalla que emprende Valencia: la actual batalla de Valencia es una batalla que debemos librar los valencianos, es genitivo subjetivo. ¿Contra quién? Ahí está lo curioso: contra nadie en particular, pero lo seguro es que si no nos movemos, saldremos derrotados. Se está replanteando la cuestión territorial española y todo parece indicar que a los valencianos podrían dárnosla otra vez con queso.

A las pruebas me remito: cuando se redactó la Constitución de 1978 se arbitró un procedimiento para que ciertas comunidades alcanzasen mayores cotas de autonomía. A posteriori se dijo que se trataba de las comunidades "históricas". Sin embargo, como es evidente que el reino de Asturias o el de Aragón, por poner sólo dos ejemplos, son más históricos que alguna de las comunidades beneficiarias del texto constitucional, lo cierto es que las que ganaron fueron las comunidades bilingües y las que perdieron -con la notable excepción de Andalucía, la cual supo enmendar el yerro-, las demás. Y nosotros, ¿acaso no somos bilingües? Será que como andábamos discutiendo si lo del valenciano eran churras o merinas, los padres de la patria no se enteraron.

Parece una tontería, pero no lo es. Como consecuencia de un reparto injusto y desequilibrado del pastel, otros tienen autopistas y nosotros, tan apenas, otros tienen AVE y el nuestro es una mera promesa, otros han tenido Expo u Olimpiadas y nosotros nos hemos quedado a dos velas (a tres, si prefieren, por lo de la copilla del América), otros han monopolizado la instalación de multinacionales y la creación de miles de puestos de trabajo y nosotros hemos seguido de postal turística del Levante feliz. No, no es una broma, es un timo. La consecuencia de la estéril batalla centrípeta de Valencia de hace veinticinco años es que en este periodo hemos vivido peor que nuestros vecinos, que nuestros impuestos no nos han servido para casi nada y que nuestros hijos han tenido y tienen muchas menos posibilidades para abrirse un porvenir. El pasado ya no tiene remedio y aquellos de nuestros próceres que por acción u omisión fueron responsables del desastre han pasado ya a la historia valenciana de la infamia. Pero el futuro sí puede enfrentarse. La pregunta es si los líderes políticos actuales van a hacer dejación otra vez de nuestros derechos y van a machacar nuestros intereses.

Uno, que tiende a ser bienpensado, cree que el hecho de que el ministro de Administraciones públicas del Gobierno central sea paisano nuestro representa una garantía. También cree que la reciente reestructuración del Gobierno valenciano no sólo obedece a las razones non sanctas de que hablan los comentaristas, sino también al deseo de colocar en la gestión del modelo territorial a quien ya llevó cuestiones parecidas en el Senado. Pero podría equivocarme. Podría ser que al primero lo hubiesen puesto al frente del marrón porque otros gozaban de mayor predicamento en eso del talante (¿) y que al segundo lo hayan varado en una especie de dique seco mientras levanta la tormenta de la lucha fratricida del partido de la derecha. Iba a decir que ellos, unos y otros, se lo pierden, pero no es toda la verdad. Los que nos lo perdemos somos nosotros y para Valencia sería un verdadero desastre.

¿Que por qué? Porque entre el plan Ibarretxe, que amenaza desde el norte, el tripartito, que amaga desde el nordeste, la negativa estratégica del partido popular a tocar ni una línea de la Constitución y la peligrosa indefinición del partido socialista sobre lo que hay que hacer, con líderes territoriales que se contradicen continuamente, el panorama no puede ser más sombrío. Es sombrío para todos, desde luego, pero ya se sabe cómo se suele resolver esta clase de cosas: con un chivo expiatorio. Como las autodenominadas autonomías históricas no pueden aceptar lo del café para todos -incluidas, a lo que parece, Ceuta y Melilla: ¡éramos pocos y parió la abuela!- y, desde luego, es improbable que logren todo lo que piden, la única manera de mantener el statu quo es rebajar las pretensiones de los intermedios. Entre los que estamos nosotros. Así que seguiremos sin fondos, sin infraestructuras y sin empresas pioneras. Lo que el reparto del pastel parece prefigurar para los valencianos es más de lo que ya somos. El paraíso de las vacaciones de los españoles medianamente pudientes, una alternativa a la República Dominicana, a Cuba o al Yucatán, pero sin tener que subirse al avión. Y al igual que estos países, repito, sin fondos, sin infraestructuras y sin empresas pioneras. Total, para servir combinados no hacen falta.

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Mal asunto. Mientras la próxima batalla de Valencia se está preparando, aquí nadie parece darse cuenta de lo que se avecina. Los partidos políticos siguen con sus disputas de siempre. La sociedad, adormilada, sigue creyendo aquello de que somos la millor terreta del món (será del de ultratumba, digo yo). En cuanto a los intelectuales que participaron activamente en la batalla de hace un cuarto de siglo, no saben o no contestan, sin duda porque fueron acallados hábilmente, con el halago, con el chantaje, con la marginación o con la simple compra. Eso los veteranos, que las jóvenes generaciones, a las que se les dijo que lo que importa es la aldea global y que eso de los pueblos es una antigualla, ni siquiera se lo plantean. Volviendo al latín: vae victis!

Ángel López García-Molins es es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universitat de València.

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