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Reportaje:SEIS MESES DESPUÉS DEL 11-M

Desconfianza en Lavapiés

En el barrio de Madrid frecuentado por varios implicados en el atentado, el colectivo marroquí se ha encerrado en sí mismo

La única huella visible del cataclismo del 11-M son los cierres echados del locutorio Nuevo Siglo, en el número 17 de la calle de Tribulete. En esta parte del barrio de Lavapiés, en torno a la calle de Miguel Servet, se concentra el grueso del vecindario marroquí, una comunidad que se ha cerrado un poco más sobre sí misma en el último medio año, abrumada y molesta por la sombra de duda que han proyectado sobre sus miembros la detención de Jamal Zougam, el "vecino modélico" que regentaba el locutorio, y el papel homicida de los suicidas de Leganés, vinculados muchos de ellos a este céntrico barrio de Madrid.

Los jóvenes parados a la entrada de las teterías de la calle Mesón de Paredes, los que leen un periódico deportivo cerca de la peluquería Papparazzi, el tipo que monta guardia frente a una tienda de ropa al por mayor, bastante poco surtida, todos rehúyen la conversación, casi con brusquedad. Dentro de este último local, un marroquí alto y delgado, que dice llamarse Omar, se muestra más comunicativo. ¿Ha vuelto la tranquilidad a Lavapiés? "Bueno, está más tranquilo, después de todas las mentiras", dice, e inicia un alegato interminable donde se mezclan la crítica a los occidentales con el sufrimiento de los países islámicos y la supuesta tendenciosidad de los medios de comunicación.

"Después del suicidio todo se acabó. Ahora ya no se aclararán las cosas", opina un vecino
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"Ya no compro los periódicos porque no hacen más que culpar al islam de todo", se queja Omar. Es la misma "obsesión contra los musulmanes" que cuando detuvieron a su vecino Zougam. "Yo estaba aquí, frente a ese locutorio, cuando vinieron periodistas españoles y de todo el mundo, y sólo preguntaban, pero ¿va a la mezquita, era musulmán creyente? ¡Y qué tenía que ver! En la mezquita sólo te enseñan el bien, a respetar al país que te acoge, a dar lo mejor de ti a esta sociedad... Ya han sacado a uno de la cárcel, yo espero que saquen pronto a los otros. Los que se suicidaron en Leganés eran unos traficantes de droga de nada, pagados por los servicios secretos franceses y alemanes. ¿Por qué? Para terminar con Aznar, que había dividido a la Unión Europea. Además España es un país más débil que Inglaterra, que no tiene ni siquiera el euro. Pero después del suicidio todo se acabó, ahora no se aclararán ya las cosas".

La comunidad marroquí, -y, en general, los árabes de Lavapiés-, se ha atrincherado en una hipótesis de los hechos que exculpa en gran medida a los presuntos autores materiales de aquella carnicería. Es una mezcla de desconfianza y de reacción autodefensiva frente a una sociedad extranjera en la que no se sienten integrados. Y eso que en este barrio no hay rastro de esa "sociedad extranjera", con más de la mitad de los empadronados llegados de todos los rincones del mundo.

Quizá por eso, la vida sigue en Lavapiés entre las obras del metro que han cercado la plaza principal, entre las basuras, los olores ácidos de la movida nocturna y los humos de los tubos de escape de las furgonetas que reparten paquetes de ropa en las tiendas al por mayor.

La vida sigue en ambientes aislados que se mezclan sólo tangencialmente. La comunidad gitana vive y hace sus negocios en torno a la plaza de Cascorro; los comercios chinos inundan calles como la de Mesón de Paredes o Caravaca, los magrebíes se extienden entre las calles de Tribulete, Miguel Servet y Sombrerete. Los viejos madrileños, supervivientes de un mundo que desaparece a marchas forzadas, se mueven por las calles del viejo barrio con la inseguridad del extranjero.

Tampoco la mezcla de exotismos acaba de cuajar. Lavapiés, uno de los laboratorios étnicos de España, donde conviven la antigua comunidad gitana con ecuatorianos, senegaleses, marroquíes, egipcios, nigerianos y españoles, parece languidecer. "El barrio tiene futuro si se arregla el problema de la vivienda, de la rehabilitación. Seguimos siendo un laboratorio, un experimento; lo que pasa es que llevamos poco tiempo para lograr la integración total". Manuel Osuna, cartero de la calle de Argumosa (la zona más cara de todo el distrito) y presidente de la Asociación de Vecinos La Corrala, que funciona desde 1977, no renuncia al optimismo.

Claro que hay problemas en la zona. Claro que hay desconfianza. "Pero la gente se ha olvidado ya del barullo que se montó después del 11-M". ¿Y la desconfianza que se palpa? "La de siempre", responde Osuna, que justifica la pérdida de vecinos, -"seremos unos 55.000, y bajan los empadronados"- por los precios de los alquileres, "que están por las nubes". Los inmigrantes se instalan en casas de familiares, pero en cuanto pueden se mudan a otros barrios más baratos.

Pero, ¿qué queda de la antigua efervescencia multicultural? La página web de la red de asociaciones de Lavapiés no ha sido renovada desde mayo de 2001 y el único teléfono de contacto pertenece ahora a un particular.

"Bueno, es que ya no es tan necesario todo eso", añade el presidente de La Corrala. "Pero lo bonito del barrio es ver jugar a chavales senegaleses, chinos, ecuatorianos o marroquíes juntos". ¿Y los niños españoles? En los tres colegios públicos del distrito hay abrumadora mayoría de niños inmigrantes. "Las parejas autóctonas no tienen hijos aquí, porque no hay zonas verdes y quieren más tranquilidad", añade Osuna. En el laboratorio empieza a faltar la savia original.

El locutorio cerrado de Nuevo Siglo, en la calle de Tribulete del barrio de Lavapiés, en Madrid.
El locutorio cerrado de Nuevo Siglo, en la calle de Tribulete del barrio de Lavapiés, en Madrid.ULY MARTÍN

"Vamos cada vez peor"

Hay desconfianza y perplejidad en la expresión de la pareja de ancianos que hace la compra en una de las pocas charcuterías tradicionales de la zona. Responden deprisa a las preguntas, un poco a la carrera, camino de la calle Valencia. "¿El barrio? Cada vez peor, ¿cómo va a mejorar esto?", dice el hombre.

En una destartalada frutería hacen su compra dos ancianas. La fruta se exhibe bajo el viejo letrero de Zapatería, pero el dueño, un sonriente bangladesí que apenas habla español no parece preocupado por la incongruencia.

En los estantes se apila lo más exótico que se puede encontrar en Madrid, raíces traídas de la India, papayas importadas de Vietnam, lichis, diversos tipos de mangos, plátanos verdes.

"Esto gusta a todos, ecuatorianos, indios, españoles", sonríe. Puede que sea este exotismo el que ha arrastrado hasta Lavapiés a muchos jóvenes profesionales y artistas que han alquilado pisos aquí atraídos por tanto colorido racial. Pero la mayoría dura poco. El exotismo cansa.

"El barrio pierde gracia", opina la empleada de una agencia inmobiliaria instalada en plena plaza de Lavapiés. "Y la oferta se ha tenido que ajustar a la baja, porque los precios se habían disparado". Y eso, al margen del 11-M.

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