Una civilización urbana
Un alcalde u otra autoridad municipal, un urbanista o responsable de diseñar cómo debe ser la ciudad, deciden que la suya necesita elementos que la hagan distinta de todas las demás, que la identifiquen. Para ello, llaman a un arquitecto de moda y le encargan un proyecto grande. El arquitecto propone y el alcalde dispone. Al final, lo que empezó siendo una idea para distinguir, acaba siendo, probablemente, todo lo contrario. Unos cuantos despachos de arquitectos y urbanistas están convirtiendo las ciudades del mundo en sus laboratorios de trabajo, y no hay nada más anodino y aséptico que un laboratorio. Estos días se debate sobre ello en varios de los diálogos de más calado. Y es coherente, pues el urbanismo está en el origen del Fórum, inexorablemente. Además, la reflexión sobre las ciudades es clave para el futuro de la humanidad. La población mundial urbana ha pasado del 2% en 1800 al 50%, con una tendencia imparable al alza. Pocos gobiernos se plantean como prioridad frenar este proceso y favorecer un reequilibrio que sería más sostenible y más equitativo. La ciudad ofrece, hoy por hoy, unas oportunidades de formación, de trabajo o de ocio que no existen en otros lugares.
El actual modelo de desarrollo recupera para las ciudades el protagonismo de la polis griega o de algunas ciudades-Estado del Renacimiento, aunque no siempre para bien. Tokio tiene 40 millones de habitantes, México y Seúl, 22 millones, y el fenómeno irá a más. Nuestra civilización es eminentemente urbana. En el Tercer Mundo resulta cada vez más difícil vislumbrar soluciones viables; allí, las ciudades son gigantescos problemas. Aquí, todavía es posible trabajar sobre proyectos, revisar, buscar y definir modelos. Es un lujo al que no podemos renunciar. Está bien que discutan los expertos y que la ciudadanía exija participar. Y, mientras tanto, vivan y convivan, disfruten la ciudad. Sean felices en ella.
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