La identidad
Arrastrado por los ríos de palabras que provoca la tromba identitaria del 11 de septiembre, el jueves salí a la calle a buscar referentes. Ante la estatua de Rafael Casanova, comprendí algunas cosas. La expresión del héroe resume bien el estado de ánimo de muchos de nosotros. Envuelto en la bandera, el que fuera conseller en cap mira hacia el cielo con un rictus de cansancio, dolor e impotencia. Es el metafórico punto de partida de un ritual que tiende a ser criminalizado o sacralizado en función de la conciencia o inconciencia nacional de cada uno. El paisaje que rodea la estatua es más elocuente que los discursos: una Magistratura de Trabajo con un montón de expedientes de regulación de empleo, un sex-shop y un número considerable de negocios textiles de venta al por mayor regentados por chinos. La industria textil indígena debe revolverse en su tumba ante la poco sutil invasión de prácticas empresariales ajenas a la tradición. Precisamente por eso, la pluralidad de patriotismos debería ser tolerada sin acritud en lugar de fomentar mediáticos y simétricos fanatismos y de imponer un trascendentalismo institucional que desactiva a la sociedad civil y acompleja a su tejido asociativo.
La ofrenda, la solemnidad reivindicativa, el silencio ante el monumento al soldado conocido, esos momentos de intimidad colectiva, todo sirve para alimentar una simbología que insiste en crear una liturgia propia. Me siento en uno de los seis bancos que rodean el monumento a Casanova, intentando descifrar uno de los rótulos escritos en chino del almacén llamado El Bosque de Oro. Esta denominación podria aplicarse al sentimiento de muchos de los que viven en este país: árboles cuyas respectivas sombras consiguen, sumadas, emitir una luz que sobrevive a los fanáticos de la unidad de España y a los que perseveran en el arte de escindir el catalanismo (tres banderas distintas para un solo país, ¿no son muchas?). A los que no hemos nacido aquí nos cuesta entender según qué expresiones de amor a la patria. Quizá por eso, debemos esforzarnos en observarlas con respeto en lugar de descalificarlas en nombre de un cosmopolitismo de pacotilla. Hace años, cuando intentaba convencer a un amigo de que se podía ser catalán y español a la vez sin estar loco, él me dijo que no tenía absolutamente nada contra España ni contra la identidad estereofónica, lo único que ocurría es que él era catalán y que no entendía por qué tenía que fingir ser lo que no era. Fue una manera tan civilizada de expresar su punto de vista que desde entonces procuro aproximarme a la historia con el mismo recelo con el que escucho a los que la reescriben en forma de tertulia más o menos incendiaria.
En 1895, en un discurso en defensa del catalán leído en el Ateneo, Àngel Guimerà terminaba citando a Dante en estos términos: "Si l'idioma del país és algun cop abominable, és quan se'l sent en la boca meretriu dels que el prostitueixen. Vergonya eterna a aquells que, menyspreant son idioma, alaben el dels altres". Me cuesta imaginar a Dante decir esas cosas pero, pese a la agresividad de la retórica utilizada, denuncia la actitud de los que, para desacreditar lo propio, defienden lo ajeno. Lo más incómodo de la Diada es que oficializa el lado reactivo de la identidad. Se reacciona a las agresiones y uno se pone el burro para contrarrestar el toro, se ve defendiendo la sardana ante los que la ridiculizan sin detenerse a pensar si la jota o las sevillanas son el súmmum de la modernidad y siente vergüenza ajena ante la despreocupación colectiva, individual, privada o pública por un idioma que no es el chino y que no debería resultar tan difícil respetar.
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