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Columna
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Alemania como duda

El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que durante 150 años ha marcado de una forma u otra la agenda política y social del país, incluso durante gran parte del Tercer Reich, y que hoy gobierna en Berlín con el canciller Gerhard Schröder puede estar en el umbral de la marginalidad. Sonará a hipérbole si se conoce la gran historia de este partido. Pero los últimos meses, con su caída libre confirmada este domingo en el Estado del Sarre, donde han cosechado en las elecciones el peor resultado de su historia con la pérdida de 14% de sus votos, ya terriblemente mermados cuando hace cuatro años perdieron el poder ante los democristianos de la CDU, inducen a pensar que los socialdemócratas alemanes, confundidos, divididos y cuasi escindidos, pueden dejar pronto, no ya sólo de dejar de gobernar, sino de ser alternativa real de poder.

Las próximas elecciones, que serán en Brandeburgo y Sajonia dentro de una semana, pueden ser el próximo clavo en el ataúd político que podría acabar cerrándose en los comicios municipales del mayor Estado federado que es Renania Westfalia siete días más tarde. Con medio partido y medio país en abierta revuelta contra su política y apenas un 25% del electorado apoyándole, Schröder necesita un milagro o más bien dos para terminar esta legislatura cuyo liderazgo ya ganó con esa inmensa fuente de fortuna que asiste a algunos políticos cuando acontecimientos no predecibles como las inundaciones de Sajonia o la oportunidad de agitar el antiamericanismo ante la guerra de Irak acaban compensando u ocultando todos los despropósitos y desgracias durante el mandato anterior habidos.

Lo malo es que la revuelta contra Schröder no se debe a sus despropósitos, sino a una política que, en términos generales, no sólo es correcta sino que es aproximadamente la misma que aplicarían aquellos, ante todo la CDU, que se benefician de sus reveses. Lo peor es que empieza a percibirse una vez más que la sociedad alemana, en cuanto tiene que soportar situaciones adversas y no se solaza en una prosperidad creciente, tiende a cuestionar el sistema. La participación en las elecciones del Sarre del 55% es ya alarmante para un Estado alemán. El hecho de que el 14% de los parados del Sarre votaran a los nazis del Partido Nacional Alemán (NPD) y que este partido estuviera con el 4% a punto de entrar en el Parlamento también lo es. Pero también lo es el inmenso efecto que ha tenido sobre los resultados la demagogia y el populismo de un líder socialdemócrata que en su día fue presidente del partido, Oskar Lafontaine, cuya deslealtad ha sido sin duda determinante para que muchos socialdemócratas, a la vista de la participación, se quedaran en casa.

Si en el Sarre, en la frontera con Francia, fallan las convicciones democráticas a las primeras de cambio hay que temer que en las elecciones en los Estados de Alemania Oriental donde el resentimiento, la frustración y, también, la nostalgia mitificada por los tiempos de seguridad y trabajo seguro del régimen comunista son factores poderosos, los resultados puedan ser realmente grotescos. Allí el SPD puede verse arrollado por el antiguo partido comunista (PDS) que en su mayor parte lo sigue siendo, y por una extrema derecha que viene a representar y a defender exactamente lo mismo. La sociedad alemana vuelve a mostrar esa labilidad tan terrorífica de antaño y puede votar a nazis y comunistas para impedir unas reformas que todos saben necesarias, pero que nadie quiere que le afecten en las dificultades que implican. Si a esto se añade una clase política de muy escaso carácter, mucho oportunismo y mínimas convicciones, nos hallamos ante un cóctel quizás explosivo, pero en todo caso muy triste y preocupante porque toda Europa necesita una Alemania sana en su economía pero ante todo firme en sus convicciones.

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