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Columna
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Millones de payasos

Con unos tímidos antecedentes en 1897, la patochada propiamente dicha comenzó en 1901. La madrugada del 11 de septiembre de ese año, una treintena de jóvenes catalanistas tuvieron la risible ocurrencia de homenajear con una corona floral la estatua de Rafael Casanova, erigida desde la Exposición Universal de 1888 en el entonces Saló de Sant Joan, el espacio urbano comprendido entre el Arc del Triomf y la entrada al parque de la Ciutadella. El gobernador civil, sin embargo, no supo apreciar el humor del gesto, y envió a los jóvenes catalanistas a la cárcel por subversivos.

Iniciada bajo tan cómicos augurios, la payasada del 11 de septiembre conoció en lo sucesivo un rápido crescendo de afluencia: de decenas a cientos, de cientos a miles, de miles a decenas de miles, los payasos que acudían cada año a depositar flores y agitar banderas ante la figura de bronce del último conseller en cap de Barcelona obligaron ya en 1914 a individualizar el monumento y a trasladarlo hasta su emplazamiento actual, en la Ronda de Sant Pere, esquina con la calle de Alí Bei. Y ello a pesar de que el ritual no carecía de riesgos, ya que -sin duda para hacerlo más divertido- la policía española se aficionó a cargar a sablazo limpio contra el desfile de payasos. Circunspecto él, el dictador Primo de Rivera optó por prohibir de raíz cualquier acto público en la fecha de marras.

"La imagen que lo resume no es un cortejo de autoridades ni un desfile militar, sino un río más o menos caudaloso de gente corriente"
"Ni los exabruptos de Piqué ni el prurito innovador de Maragall deberían enmascarar algunos hechos básicos acerca de la Diada"

Al abrigo de la segunda República y de la autonomía por ella concedida, el 11 de septiembre se convirtió ya en una patochada ('disparate, despropósito, grosería, sandez', según el diccionario) de grandes proporciones: cientos de miles de payasos -algunos, de tanto renombre como Francesc Macià, Lluís Companys o Carles Pi Sunyer- representando a corporaciones, partidos y entidades de todo tipo llenaron año tras año las calles en clave de reivindicación o de fiesta, cubriendo de flores la estatua de Casanova. Hasta que llegó ese dechado de seriedad, el general Franco, y cerró el circo. Con todo, la vocación de algunos por la payasada es contumaz, y desde el mismo 1939 hasta 1975 hubo gentes que se jugaron el tipo en manifestaciones o pintadas para recordar la Diada y sus hilarantes ritos ahora prohibidos. En 1977, estrenada apenas la libertad, fuimos tal vez un millón los payasos que mostramos la unidad civil del pueblo catalán y su voluntad de autogobierno desfilando interminablemente ante el monumento restaurado. De entonces a acá, la mayoría prefiere el asueto y la vacación, claro -como hacen la mayoría de norteamericanos el 4 de julio, o los franceses el 14 del mismo mes-, pero esa normalización no quita un ápice de dignidad a la concurrencia de autoridades a los pies de la estatua de Casanova, ni descalifica a quienes siguen interpretando la Diada como una fecha para la reivindicación.

Por descontado, el señor Josep Piqué y sus penosos panegiristas mediáticos tienen todo el derecho del mundo a injuriar -como han hecho este pasado agosto- la memoria o los sentimientos de los millones de catalanes que, a lo largo de cuatro generaciones, han participado en las ofrendas florales y las manifestaciones del Onze de Setembre, a menudo arriesgando con ello la libertad o la vida; al fin y al cabo, cada uno se desacompleja como puede, y cada uno busca la centralidad política como Dios le da a entender: el presidente del Partido Popular de Cataluña, por ejemplo, tildando de "payasos" a buena parte de sus compatriotas y eventuales electores. Sin embargo, ni los exabruptos de Piqué ni el prurito innovador de Maragall deberían enmascarar algunos hechos básicos acerca de la Diada y de su celebración.

Así, conviene saber que el formato actual del Onze de Setembre, con el presidente de la Generalitat y su Gobierno rindiendo homenaje floral a Casanova entre otros cientos de delegaciones sindicales, deportivas, políticas o culturales, no se estableció durante la etapa de Pujol, sino que fue seguido ya por los presidentes Puig i Cadafalch, Macià, Companys y Tarradellas. ¿Es razonable cuestionarlo sólo a causa de los pitos o los insultos de unos cuantos exaltados, a los que medio centenar de mossos pueden controlar perfectamente? Si un grupo de radicales silbase al presidente de la República Francesa cuando éste acude a déposer une gerbe sobre la tumba del soldado desconocido, en la parisina plaza de la Étoile, ¿la respuesta gubernamental sería suprimir la ceremonia?

Creo que el "sentido de Estado" al que ha aludido el conseller en cap, Josep Bargalló, comienza por no doblegarse al chantaje de una ínfima minoría. A no ser que tal minoría sea una mera coartada, un pretexto.

Fiesta nacional de una nación sin Estado propio y, durante largas décadas, sin reconocimiento institucional alguno, el Onze de Setembre se singulariza entre sus equivalentes por la dimensión fundamentalmente civil, ciudadana, por el protagonismo que han tenido siempre en él las asociaciones y colectivos de todo tipo. La imagen que lo resume no es un cortejo de autoridades ni un desfile militar, no es una exhibición de poder o de fuerza, sino un río más o menos caudaloso de gente corriente, que rememora una fecha crucial de su pasado colectivo y rinde homenaje simbólico a un héroe tan discutible y fortuito como todos los héroes.

Seguramente para poner de manifiesto que estamos en una nueva etapa política, los presidentes Maragall y Benach se han empeñado en organizar, sin perjuicio de la ofrenda floral de siempre, una ceremonia adicional en el parque de la Ciutadella con parada de mossos, izado de bandera, tribuna de autoridades y, de colofón, actuaciones musicales, trabucaires y grallers. Antes de juzgar habrá que verlo, pero una cierta tradición festiva local invita a extremar las precauciones, no vaya a ser que confundamos la fiesta nacional con una fiesta mayor.

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