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El poder está en otra parte

Josep Ramoneda

1. En un verano sin grandes estruendos mediáticos, la prensa se ha divertido con un debate aparentemente menor: ocho ministras posando para Vogue en la puerta de La Moncloa. Y, sin embargo, a mí me parece más relevante de lo que algunos dicen. Pasaré deprisa sobre aquellas cosas que ya sabíamos y que el debate no ha hecho más que confirmar. Una vez más se constata que, también en política, a las mujeres se las juzga con mayor severidad que a los hombres, y que la razón patriótica legitima cualquier payasada mientras que la razón de género es siempre sospechosa. De otro modo no se entiende que Zapatero pueda fotografiarse vestido de jugador de baloncesto y Rajoy de ciclista sin que ninguna de las almas sensibles que se sienten perturbadas por la falta de respeto institucional de las ocho ministras hayan sufrido el más mínimo desasosiego.

Se constata también que a los políticos les cuesta aprender. Y que el poder tiende a bloquear la sensibilidad de las personas. ¿No recuerdan las señoras ministras el coste que tuvo para su partido la fascinación por la ropa cara y por cierta ostentación elitista? Podría estar de acuerdo en cierta desacralización de los altos lugares del poder, pero no son los vestidos de alta costura el instrumento más adecuado para esta ironía. El glamour es el grado cero de la ironía.

En fin, última constatación, en España no hay debates, sino alineación de posiciones, confirmando la idea de William James de que el vicio más común del espíritu humano es verlo todo en términos de sí o no, de blanco y negro, sin matices intermedios. El simplismo sectario es la forma más extendida de discutir: es legítimo sospechar que algunos que han criticado a las ministras no lo hubiesen hecho si hubieran sido del PP, en cuyo caso otros que las han aplaudido ahora habrían sido severamente críticos.

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2. Sin duda, es un acontecimiento que un Gobierno alcance la paridad hombre-mujer. Y está bien que las ministras utilicen recursos de la sociedad espectáculo para hacerlo saber. Pero el trío ministras-moda-Vogue en la puerta de La Moncloa es todo un manifiesto de los tiempos que corren, en que lo público se inclina ante lo privado hasta ceder incluso un atrio que es símbolo del poder. De modo inconsciente -porque si fuera consciente el grado de cinismo sería alarmante- las ministras lo que han hecho con su sesión fotográfica es levantar acta de la impotencia de la política. Su ejercicio conecta perfectamente con los signos de los tiempos. La economía se ha emancipado, sus leyes crean normas que los Gobiernos no se atreven a cuestionar, a pesar de los desastres provocados en algunos países. Al Estado se le permite poco más que dar algunos servicios -cada vez menos, porque la privatización gana terreno- y enarbolar la bandera de la seguridad. El poder económico globalizado se ha escapado, a los Gobiernos corresponde entretener los miedos de las clases medias y limitar los conflictos con los que llegan. Puesto que el poder cada vez está más en otra parte, la política se agarra al espectáculo como forma de mantener viva la ilusión de los que persisten.

Las fotos de Vogue no están tan lejos del "talante" que ha sido prioridad estratégica de Zapatero. Probablemente son una mala interpretación de la consigna, un caso de exceso de celo. Pero ambos responden a la misma lógica: la aceptación de que, en realidad, no hay alternativa y que la aportación del Gobierno socialista estará en los detalles. La política está hecha cada vez más de gestos para el consumo. Pero no se puede olvidar que consumir es un acto esencialmente solitario. Y que hacer de la política una variante más de la actividad consumista significa la liquidación del espacio político.

Zapatero ha anunciado el retorno de la política. Pero al mismo tiempo ha asumido sin rechistar las exigencias de este poder desterritorializado: la competitividad y la productividad, con el inevitable acompañamiento de la precariedad. Éste es el horizonte ideológico insuperable de nuestro tiempo. Zapatero trata de compensarlo con una política que podríamos llamar de desarrollo de los derechos civiles. Pero, ¿realmente es compatible una promoción de verdad de los derechos de los ciudadanos -y, por tanto, la recuperación de la política como territorio compartido para la resolución de conflictos- con las exigencias del economicismo dominante? ¿Es posible garantizar el bienestar de la ciudadanía cuando la precariedad garantiza la optimización de los réditos? ¿Es pensable atender con dignidad a los inmigrantes que llegan cuando si se les espera es para proveer de mano de obra barata y sobreexplotada a ciertos sectores de la economía? ¿Es pensable reforzar las libertades de los ciudadanos bajo la presión de un clima de guerra contra el terrorismo que utiliza la seguridad para negar cualquiera de los problemas reales de supervivencia y desarrollo que hay en el mundo? Éstas son las cuestiones que la izquierda debe responder si quiere ser algo más que un recambio para cuando la derecha se desgasta.

Unos tienen el poder y otros ponen el teatro. Éste es el destino de la política que corre impotente detrás de un poder nómada globalizado al que la democracia le importa poco y que se siente libre de cualquier compromiso. Como ha escrito Zygmunt Bauman, "la política se reduce a la confesión pública, a la exhibición pública de la intimidad y al examen y censura públicos de las virtudes y vicios privados; la credibilidad de la gente pública reemplaza la consideración de qué es y qué debería ser la política: la visión de una sociedad buena y justa está ausente del discurso político". La política convertida en producto de consumo para espectadores pasivos. Y, sin embargo, un Gobierno de izquierdas -que además llegó sobre la cresta de la ola de un año de movilización ciudadana- debería asumir que la única alternativa realmente existente es la opinión ciudadana como poder emergente. Gobernar, ¿para qué? ¿Simplemente, para gobernar? ¿Simplemente, para crecer? ¿Hay algún bien común compartible más allá del oro y el miedo? Ésta es la pregunta que los Gobiernos no pueden ni quieren responder. Y precisamente por esta impotencia acaban dando el espectáculo.

3. En este sentido, la fantasía de Pasqual Maragall de hacer del Parque de la Ciudadela de Barcelona unos Champs Elysées en miniatura para celebrar la Diada (la Fiesta Nacional de Cataluña), forma parte de la misma lógica de teatralización de la política ante su impotencia. Un ejercicio de enfatización de los símbolos por encima de las realidades que los sustentan. En un territorio, el de las identidades, que se está convirtiendo en refugio ideal para la política cuando ésta pierde peso. Todo es relato. Y el que tiene el libreto en la mano juega con ventaja. Pero los relatos para fraguar necesitan ser reconocibles, tener un grado suficiente de verosimilitud. Cuando la política se aleja de la concreta realidad de las personas y de las cosas la caída acostumbra a ser ruidosa. Naturalmente, la razón patriótica se pondrá en marcha: en Cataluña las críticas serán consideradas delito de lesa patria y en España se desplegará todo el repertorio de la retórica nacionalista, con lo cual Maragall rentabilizará la fiesta a corto plazo. Los teóricos de la política como simulacro tienen aquí un caso ejemplar. El simulacro del Estado que no se tiene y de la plenitud nacional -para decirlo en argot nacionalista- de la que no se dispone. ¿La Diada como prefiguración? Maragall dice que no es independentista y ha mostrado siempre gran empeño en redimir España. ¿Independentismo simbólico? ¿Ésta es la nueva figura que el tripartito nos propone para tiempos pospolíticos? Decididamente, el poder está en otra parte.

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