Mares lejanos
Estaban Beni de Cádiz y Chaquetón mirando el mar de la bahía de Cádiz, estaban poéticos y trascendentes, con esa melancolía que producen las puestas de sol en el mar. Detrás, en una de las casas que dan a la bahía, una placa recordaba que allí había vivido el insigne poeta José María Pemán. Beni se puso serio, pensó en su propia muerte, en el momento en que él también se tendría que ir al "jardín". Y le dice a su compadre: "Yo también tengo una casa en la bahía, también me tendré que ir al 'jardín'... Chaquetón, ¿tú qué crees que pondrán en mi casa cuando me muera?". Su compadre, sin perder la seriedad, reflexionó un momento y dijo: "Se vende". Se acabó la seriedad, la trascendencia, la poesía, y se fueron a seguir bebiendo la vida por los colmaos de Cádiz. Lo contaba la otra noche en Madrid Jesús Quintero -que anda por Madrid peleando contra los zapeos que de sus personajes se hacen en tantos programas-, veníamos de ver una sobrecogedora reflexión sobre la vida, sobre la muerte, la película de Amenábar Mar adentro. Nos habíamos conmocionado, salimos de la sala con las lágrimas por dentro, también por fuera, con algunas risas que se ahogaban después de asistir a esa lección de cine y verdad que tiene la vida de aquel marinero en tierra, en cama, que se llamó Ramón Sampedro. Los recuerdos jocosos de Quintero, las historias de algunos de sus perros verdes, de sus locos de las colinas, de sus ratones colorados, distendieron ese nudo emocional que produce esa obra maestra de este joven genio, de este madrileño de tierra adentro, que nació en Chile y creció en un barrio de Madrid. Amenábar fue un adolescente sin cine, sin televisión y sin futuro para el oficio del siglo XX, según la sentencia de uno de esos genios teóricos que enseñan cine en la Facultad de Ciencias de la Información. Gracias a José Luis Cuerda por negar ese mal guión de un profesor con anteojeras. Gracias a Cuerda porque, además de por su propia obra, de su talento y su talante, de su admirable capacidad de cineasta que entre el neorrealismo y el surrealismo ya nos ha dejado unas cuantas películas que mejoran con los años, él fue el primero que se dio cuenta de las posibilidades de aquel chaval que nos enseñó el miedo desde las tripas de una Facultad que no creía en él. Y que siguió armando excelentes tramas cinematográficas, capaces de seducir a millones de espectadores, con Nicole Kidman entre sus enamoradas.
Cuerda, su impulsor, su productor primero, y segundo, es tan listo que se autoexilia mar adentro, en Galicia. Sin perder de vista su casa madrileña, que está llena de obras maestras de la mejor pintura contemporánea. Algo que sorprendió a la mismísima Carmen Laffon, que ante tantas obras notables le prometió un cuadro suyo. Cuerda tuvo que confesar que todos eran falsos. Ese arte para el juego, para la trampa, seguramente, lo aprendió de su padre. Se sabe que fue uno de los mejores jugadores de póquer de los tiempos franquistas del Círculo de Bellas Artes. Cuando el joven Cuerda se acercaba por algún recado familiar hasta la partida interminable de papá, capaz de ganar o perder una casa en el Viso en una noche de timba, algo del sutil arte del engaño, del farol, se le debió quedar grabado. Ésa es otra historia.
La emoción, la conmoción de la película, no sería la misma sin otro madrileño, Javier Bardem. La genética de una familia de actores, cómicos de la legua, gente del teatro, familia de cineastas que nos han dado nombres fundamentales para nuestra más brillante historia de gentes del espectáculo. Bardem, fuerza de la naturaleza, seductor de cualquier serrana que se tropiece en su camino, tierno como un boxeador sentimental, listo, intuitivo, mimético por fuera y por dentro de cualquier personaje que interprete. Para encontrar actores semejantes habría que acudir a lo mejor de Robert de Niro, de Sean Penn o de Brando. Y no está solo en esas emociones que traspasan la pantalla, en esa película que es capaz de conseguir esa emocionante música callada que pocas veces se ve en un cine, y menos en un preestreno o en un pase de prensa. Belén Rueda, que da un salto mortal desde la televisión a la gran pantalla, y nos enamora con su verdad. Lola Dueñas, hija de cómico, habitante del centro más caótico y vivo de Madrid, madrileña sin casticismo, ¡vaya gallega! Joan Dalmau, José María Pou y el resto de actores que hacen de esta historia de muerte una obra tan llena de vida, de verdad.
El músico que lleva dentro Amenábar, el gallego que también acompaña al manchego Cuerda y todos los que amamos la música hemos recibido otra excelente noticia: el nuevo director gerente del Teatro Real será Miguel Muñiz. Gallego, economista y cosmopolita. Muñiz tiene fama de brillante gestor desde los tiempos en que era uno de aquel grupo de los "16", fue el modernizador del ICO y el creador de un museo repleto de piezas auténticas -no como las de Cuerda- de nuestros mejores pintores y escultores contemporáneos, Picasso y su Suite Vollard incluidos. Un pequeño e importante museo, demasiado tapado por la sombra del Congreso de los Diputados, que en su céntrico escondrijo madrileño sigue esperando que algún diputado lo visite algún día, aunque sea por equivocación. Al alcalde melómano, al que agradecemos que sus votos populares hayan contribuido a que un socialista lleve las riendas del Real, le pediríamos un poco más de promoción de nuestros modernos rincones para otras artes. Ya que se ha empeñado en poner la Puerta del Sol patas arriba, un lugar cada día más lleno de ruido y de furia, que al menos nos ofrezca escapadas razonables, tranquilas y artísticas para ese centro de la ciudad que se llevaría una medalla de oro en una olimpiada del caos urbano europeo. Adivinen dónde vivo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.