Pollo deshuesado a granel
De primera intención creí haber entendido mal: una empleada del súper repasaba con su jefa el albarán de entrega de un distribuidor. "Lo que tampoco han traído es el pollo deshuesado a granel", dijo. Le pregunté si había oído bien. Había oído bien: pollo deshuesado a granel. Me pregunté entonces qué aspecto tendría ese pollo deshuesado que no habían traído. Una pregunta más de tipo científico que de carácter comercial, porque para el comprador seguro que ofrecía un aspecto mucho menos repulsivo de lo que yo hubiera podido imaginar. Un aspecto, si cabe, hasta apetitoso, como para hacer tragar saliva. Similar, por ejemplo, a ese pescado sin espinas que se prepara en un santiamén o a un plato precocinado cualquiera. Algo, sobre todo, de fácil consumo.
Políticos y pensadores rara vez han coincidido acerca del significado de la idea de progreso. Y cuando hablo de pensadores me refiero no a ideólogos, capaces de embarcarse en la causa política que les parezca más conveniente, sino a escritores que desde el campo de la creación literaria o del pensamiento filosófico hayan dado su opinión al respecto. Pues bien: mientras para éstos el contenido del progreso había que cifrarlo en el desarrollo integral de las facultades del ser humano, para los políticos debía ser sinónimo de bienestar económico y social, a despecho de que su disfrute supusiera una merma o embotamiento de esas facultades. O no: en ocasiones, contando precisamente con ese embotamiento o embrutecimiento, a modo de actualización del pan y circo del mundo romano como forma de paz social. Está claro que, políticamente, lo difícil de vender es cuanto entrañe un mínimo de dificultad o de esfuerzo, por enriquecedor que pudiera ser el resultado desde el punto de vista de la plenitud de vida.
Tal disparidad de criterios es más antigua de lo que pudiera creerse. En estas mismas páginas, así como en mi libro El provenir de la palabra, me he referido reiteradamente a esta cuestión, a la vez que recogía otras opiniones en el mismo sentido. La de Aldous Huxley hacia la década de los treinta del pasado siglo, por ejemplo: sus reservas hacia determinados aspectos de la sociedad del bienestar. Por esas mismas fechas, en abierta coincidencia con Huxley, Paul Valéry buscaba las raíces del mal en la época que le tocó vivir a Stendhal casi exactamente un siglo antes: los aspectos negativos que junto con los positivos había traído consigo el industrialismo. "Aquel tiempo -escribe Valéry- conoció la llegada resonante al espacio político de las finanzas combinadas con la publicidad. Había llegado la era de los grandes negocios. Había sonado la hora de emprender la vasta transformación del mundo mediante la industria. Pero ni siquiera la reunión de todas las ciencias hubiera podido triunfar en aquella tarea sin el poderoso concurso de la palabra. La elocuencia mercantil hizo nacer en todos los rincones innumerables vocaciones de papanatas". Se da el caso de que por esa misma época -primeras décadas del XIX- Goethe se lamentaba de la situación en términos muy similares, especialmente si se la comparaba con la de los años de su juventud, la segunda mitad del XVIII, el siglo de la Ilustración y de las Luces.
Desde luego que hay escritores que con los años han cambiado radicalmente de modo de pensar y de entender el mundo, como Arthur Koestler, Howard Fast o George Orwell, que del marxismo-leninismo o el trostkismo más dogmáticos se pasaron al reaccionarismo más exaltado y vergonzante. Pero lo cierto es que en mucha mayor medida cambian los dirigentes de los diversos movimientos políticos, faltos de esa consecuencia con las propias ideas que acompañaron a un Robespierre o a un Saint-Just en su camino hacia la guillotina. Los enemigos políticos de Stalin, en el curso de los Procesos de Moscú, ya tomaron por costumbre renegar de sus convicciones personales y aceptar toda clase de culpas, sin que nada de eso les librara de la muerte. Hoy, en cambio, los dirigentes políticos se desembarazan de la carga ideológica que les llevó al poder no ya sin el menor escrúpulo, sino incluso sin el menor problema. Si hace casi un siglo a escritores como Valéry o Huxley les preocupaban los aspectos negativos de la sociedad del bienestar, hoy a políticos tan poco afines humanamente como Blair o Schroeder, sólo parece preocuparles cómo desmontarla por entero, cómo acabar no ya con esos aspectos negativos entonces subrayados por sus críticos, sino también con los positivos, los tan elogiados logros de la socialdemocracia: llegó la economía de mercado como solución final de todos los problemas. En el fondo se trata de una confusión más que habitual entre la palabra dirección y la palabra sentido. Esto es: dar por supuesto que en el curso de la evolución histórica siempre se va a mejor; que en esa paulatina mejoría de todo consiste precisamente el progreso. Como si no fuera posible y más que frecuente que la evolución discurriera en sentido inverso, es decir, que en lugar de mejorar más y más, empeore más y más. Sin que para ello sea preciso ninguna intervención ajena a la propia voluntad del ser humano.
A lo mejor Blair y Schroeder tienen razón y el mercado se encarga de regular todos los problemas. O a lo mejor, no. Habría que preguntárselo a los estadounidenses y, en caso afirmativo, estar seguros de que lo que conviene a los estadounidenses nos conviene también a nosotros. Pero más allá de la suerte que puedan correr los aspectos en principio positivos propios de la sociedad de bienestar, lo que parece dudoso es que los aspectos negativos que inquietaron a los más lúcidos en el pasado vayan a solucionarse ahora. No se trata ya de prestaciones sociales; se trata de aspectos relacionados con la capacidad intelectiva del ser humano y con su dimensión moral, lo que más preocupaba a Huxley y a Valéry en las primeras décadas del pasado siglo. Que los conocimientos técnicos se impongan a los culturales y científicos, que el interés por la creación artística se vea sustituido por el afán de consumo. Que lo fácil haga parecer un despropósito el interés hacia cuanto no es ni puede ser tan sencillo. Pollo deshuesado a granel.
Luis Goytisolo es escritor.
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