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Columna
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Septiembre

No me gustaría poner en duda la identidad de nada ni de nadie, pero mucho me temo que, en esta tierra suya y mía, las cuatro estaciones meteorológicas se reducen en realidad a dos: el invierno y el verano. El otoño y la primavera son aquí unos meros fantasmas terminológicos, épocas del año que padecen una indefinición intrínseca: en otoño no sabes si vas a helarte o si vas a poder darte un chapuzón en la playa, y en primavera jamás sabes si la boda o la barbacoa se te va a malograr por culpa de un diluvio. Ahora bien, con el invierno y el verano juegas sobre seguro, porque son estaciones de carácter fuerte, poco dadas a veleidades. Es muy difícil que en diciembre tengas que ponerte bronceador, y muchas cosas extrañas tendrían que ocurrir para que tuvieras que echarte una manta por encima en pleno mes de julio (que un mago vengativo te convirtiese, no sé, en un pollo ultracongelado, por ejemplo).

Cada una de estas dos grandes estaciones nos trae una dosis de amnesia. En invierno, nos olvidamos por completo del gazpacho con guarnición, del ventilador de cinco velocidades, de las chanclas de diseño anatómico y del tinto carbonatado con casera, que son conceptos imprescindibles en verano. En verano, nos olvidamos por completo del caldo de gallina, del edredón de pluma de pato noruego, de los calcetines de tres centímetros de espesor y del frenadol complex, que son factores ineludibles en invierno. Te echan por encima un jersey de lana el 15 de agosto a las tres de la tarde, pongamos por caso, y lo menos que te provoca es una urticaria, si tienes la suerte de no acabar como la niña de El exorcista en una de sus crisis de posesión luciferina. Te traen los reyes magos el 6 de enero un flotador en forma de cisne y un escalofrío te recorre la espalda, porque te parece mentira que alguna vez te hayas sumergido en el ancho mar o en una simple piscina pública. Vive uno así, acordándose y olvidándose de cosas según los dictados del termómetro, y eso enrarece bastante la vida.

En invierno eres un rostro pálido y en verano pareces un indio cheroke, lo que a la fuerza provoca problemas de identidad, porque te miras en el espejo en pleno invierno y echas de menos a aquella especie de mulato postizo en que lograste convertirte durante tu veraneo, y ves allí una cara del color de la cera litúrgica, y, mientras te afeitas, llegas a pensar que eres el primo del conde Drácula en vez de aquel alegre caribeño de impostura que salía cada noche de agosto con una camisa de colores vivos a castigar las barras de los bares con una pose vacilona de latin lover, tarareando baladas que hablaban de amores bravíos o marcando con el pie los compases del son o del merengue.

Las intrépidas amas de casa que se han pasado dos meses yendo al supermercado en biquini y con un pareo de tul ilusión amarrado a la cintura, como si fuesen bailarinas polinesias, sienten de pronto un extraño pudor que les obliga a bajarse un poco la falda cuando se sientan en la cafetería, y tal vez no duden en escandalizarse cuando vean a una adolescente trotar por las calles otoñales con una minifalda.

Ha llegado septiembre, en fin, y ya tenemos que empezar a olvidarnos de bastantes cosas y a recordar muchos olvidos, porque todo no cabe en la memoria, esa forma fantasmagórica del tiempo.

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