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Columna
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Castellanos

Esto lo he oído en una terraza de la plaza Mayor: Lo malo de pasarse el día viendo las olimpiadas es que me doy cuenta de todas las cosas que no sé hacer. Tan sólo un día antes, viniendo del aeropuerto, un taxista me dijo: Las mujeres casadas no acaban de tener muy claro lo que pesan las maletas. En un bar de la calle Segovia, el camarero le sirvió una cerveza a un tipo estirado que después de probarla le increpó diciendo: Ésta no es una Heineken, que yo conozco mi cerveza. El camarero, sin inmutarse, le sirvió otra y después se bebió de un trago la cerveza despreciada. No se preocupe, le contestó al cliente, que yo me bebo mis errores. Por alguna razón en Madrid nunca se dice nada que no tenga al menos un regate. Hay una cierta sorna castellana que, a pesar del SMS y la prensa deportiva, aún no se ha perdido. Mi abuelo, que en paz descanse, lo decía todo con segundas. Era seguidor de Quevedo con la misma devoción con que otra gente es seguidora de Bob Dylan. Recuerdo largísimos paseos por el Retiro hablando de Quevedo, saludando por su nombre a los guardeses que vestían como los últimos de Filipinas, pero en pana. Hace poco un buen amigo, muy culé pero muy amigo, me dijo que si los madrileños fuéramos más castellanos y menos madrileños nos iría mejor. Puede que tenga razón. Lo cierto es que los madrileños en general le caemos mal a todo el mundo. Por no hablar de los madridistas. Si uno tiene la mala fortuna de ser varón, madridista, blanco y encima heterosexual, tiene que declararse culpable de todos los crímenes cometidos contra la humanidad. No hay más remedio. Lo peor de todo es que los madrileños, e incluso los madridistas, también nos caemos mal entre nosotros. Cuando vuelve uno a casa después de las vacaciones no se encuentra precisamente con el abrazo de sus paisanos. En esta ciudad se pelea por cada metro cuadrado, ya sea de vivienda o de aparcamiento. Aquí no hay causa común, ni sardana que nos arrime, aquí todo se baila al ritmo de sálvese quien pueda. Y así nos va. Ni nos queremos ni nos quieren. Puede que aún estemos a tiempo de empezar a mirar a España de reojo, incluso con desprecio, y volvernos a cambio más castellanos. Tengo otro amigo que ha desarrollado todo un plan Ibarretxe que corta el mundo alrededor de su manzana, de manera que más allá del bar de la esquina, la tierra se vuelve plana y no hay más que abismos y dragones. Si fuéramos muy castellanos y nada españoles haríamos más amigos y pasaríamos mejor el verano. Y es que en esta absurda ciudad sin mar ni ríos no nos queda más remedio que salir a mendigar un pedacito de costa cada vez que se disparan esos termómetros fantasma que el Ayuntamiento, sólo Dios sabe por qué, nos robó de la noche a la mañana.

Si fuéramos más castellanos, podríamos estar sanamente orgullosos de algunas de nuestras cosas, de esa mala leche castellana, de ese humor tan oscuro, de algunas copas de Europa, del niño Torres, del revuelto Julio Camba de Casa Ciriaco y hasta del barrio de Chueca.

Ahora que lo provinciano es ser español y lo moderno es ser muy de tu pueblo, no estaría de más recordar que este Madrid insoportable no es sino un pueblo muy grande clavado en el centro de un páramo muy viejo. A la sombra de nuestros pocos árboles se pasan muy bien los días, y al rencor que se acumula en nuestras playas siempre podremos levantarle los diques de la historia. Aquí en Madrid se luchó hasta el último aliento contra ese monstruo que después convirtió el palco del Santiago Bernabéu en el salón de su casa. No hablo de Aznar, pobrecito, que al fin y al cabo entró y salió con los votos en la mano, sino del otro. Aquí mismo, en este suelo, se pintó la raya del no pasarán, y, joder que si pasaron, pero eso no es culpa nuestra.

Algún día, yo ya no lo veré, España dejará por fin de dolernos tanto y Madrid no será más que un lugar en el que pasar, de cuando en cuando, los inviernos.

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