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Columna
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Desplazamientos

Los datos estadísticos son espeluznantes. Han echado las cuentas y, según parece, los madrileños nos dejamos media vida yendo de un lado para otro. Los cálculos, desgraciadamente, no se refieren a ese espíritu viajero que nos convierte en el cliente más cotizado de los operadores turísticos, sino a las rutinarias idas y venidas de casa al trabajo. Uno de cada cuatro ciudadanos de esta región tarda más de cuarenta y cinco minutos en ir al curro y, lógicamente, otro tanto en volver. Lo peor es que hay un porcentaje menor, pero nada desdeñable, de trabajadores que se tira todos los días hora y media para acceder a su puesto laboral. La matemática puede ser muy cruel y a quienes se encuentran en estos casos extremos, desde luego, no les aconsejo el ejercicio de cuantificar la parte de su vida que dedican al transporte porque corren el riesgo de caer en profunda depresión.

Constatar que pueden emplear el equivalente a cinco o seis años completos con sus días y sus noches sólo en los desplazamientos produce vértigo. Mas aún, si tenemos en cuenta que las empresas nos pagan por las horas de trabajo realizado, nunca por las que empleamos en llegar y que muchas veces son bastante más duras que el trabajo en sí. A ningún empresario le debe extrañar que algunos de sus empleados comiencen ya la jornada laboral hechos unos zorros o que se les fuguen a la competencia en cuanto cualquier advenedizo les ofrezca un puesto más próximo a su domicilio.

En los traslados cotidianos no cuentan los kilómetros, sólo los minutos, y el resultado tiene una enorme influencia sobre la calidad de vida. El tiempo que gastamos en el transporte suele ser inversamente proporcional al que queda libre para dedicarlo a nosotros mismos. Son esos desplazamientos cansinos los que nos hacen envidiar el ritmo de vida de las capitales de provincia, que consideramos tranquilo y sosegado principalmente porque todo está a mano. Es esa ventaja, por encima de todas, la que ha inducido a mucha gente a huir de la gran ciudad en busca de un espacio donde los movimientos habituales nunca sobrepasen el cuarto de hora. Pero Madrid sigue siendo mucho Madrid y las posibilidades que ofrece en todos los campos superan, con mucho, los inconvenientes de las distancias. La solución, por tanto, no es que los madrileños cambiemos de residencia, sino racionalizar al máximo la movilidad para ganarle minutos a nuestra vida. En Madrid más de un cuarenta por ciento de los personas empleadas utilizan el coche para ir a trabajar. Un millón largo de ciudadanos entienden que el automóvil es la opción más rápida y más cómoda y, en algún caso excepcional, hasta la más económica. Que opten por el coche cuando los atascos dentro y fuera de la ciudad están a la orden del día revela lo mucho que, a pesar de los avances, aún queda por hacer en materia de transporte público. Pocos dineros mejor gastados que los que se invierten en trenes, autobuses o en las plataformas de intercambio que facilitan los trasbordos e interconexiones. La única forma de cambiar los hábitos de los automovilistas es convencerles de que el transporte colectivo puede ser incluso más ágil y relajante que su propio vehículo. No será tarea fácil. El coche ofrece en la actualidad unas prestaciones que logran sacarle bastante utilidad a los periodos de desplazamiento sin menoscabar la seguridad. Las agendas electrónicas conectadas con Internet y los dispositivos sin manos permiten al conductor hacer gestiones telefónicas que tampoco difieren demasiado de las que se realizan desde la oficina. Tengo un amigo que ha conseguido aprender inglés en el coche gracias a uno de esos cursos basados en las cintas. Según cuenta, en su casa no realizó más que los ejercicios de escritura. Son posibilidades que se suman al tradicional placer de escuchar música o al de llegar al trabajo perfectamente informado gracias a la radio. Ambas alternativas son moneda corriente también entre los usuarios del transporte público. La tecnología digital aplicada a los pequeños aparatos de sonido de uso individual permite disfrutar de un nivel de calidad y aislamiento que pueden hacer bastante llevaderos e incluso agradables los traslados cotidianos. Alguno ha conseguido hasta enamorarse compartiendo el trayecto en autobús. No debemos dar un solo minuto por perdido. Hay que sacar el mejor partido a los desplazamientos.

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