El factor humano
Para alguien que nunca ha entrado en una Villa Olímpica, la primera impresión que recibe es el de un fuerte impacto; una pequeña ciudad construida artificialmente y en la que conviven cientos de personas, de diferentes culturas, razas, nacionalidades y religiones no puede dejarte indiferente. Es como entrar en un microcosmos donde todos hayan decidido dejar aparcadas sus diferencias y, por un tiempo determinado, firmar una tregua en la que el deporte sirve como instrumento para la paz. Esta sería, quizás, la visión más idílica.
La segunda impresión la recibimos cuando, al caminar por sus calles, nos vamos cruzando con los protagonistas de los Juegos e intentamos reconocer sus rostros; jugadores famosos y conocidos y, en su gran mayoría, deportistas anónimos. Todos están mezclados y diferenciados sólo por el color de sus camisetas. Todos acuden al gigantesco restaurante, se sirven en las mismas bandejas de plástico y se sientan en sus largas mesas. La sensación que tenemos es que el deporte los ha igualado. Cualquiera de los que nos rodean pudieran ser medallistas y convertirse en estrellas.
Y después, al seguir con detalle competición tras competición, llegan las historias personales, aquellas que dan vida a este gran acontecimiento y que están llenas de alegrías y decepciones. Leer que Rafael Trujillo, a pesar de su estatura y peso, sólo quería echarse a la mar, ver la expresión de esfuerzo extraordinario de María Vasco en los 20 Km marcha, las lágrimas de impotencia de Patricia Radcliffe por no poder llegar al final del maratón y el brillo en los ojos de Gervasio Deferr al conseguir la medalla de oro, nos cuentan mucho más de estos Juegos que los resultados obtenidos en una u otra modalidad. Es, de nuevo, el factor humano lo que mejor dibuja la realidad, más allá de nacionalidades, sexo o procedencia.
Creo que muchos estarán de acuerdo en que uno de los personajes más sugerentes de estos Juegos Olímpicos es el portugués Francis Obikwelu, subcampeón de 100 metros. Su triunfo parece tener todos los rasgos de un cuento de hadas: un hombre que se libra de un destino de miseria y marginación gracias a unas condiciones físicas impresionantes, un gran esfuerzo y, sobre todo, a una inmensa suerte. Por no faltar, no falta ni la figura del hada madrina. Pero, fascinados por el final feliz de la historia, convendría que no olvidáramos que el milagro de Obikwelu es eso: un milagro. El deporte, especialmente en las especialidades más duras y exigentes, ha sido históricamente una puerta de escape para la pobreza, pero cada vez lo es menos. Hoy, para acceder al ámbito exclusivo de la alta competición ya no bastan unas excelentes condiciones naturales; sin instalaciones, buenos materiales y preparadores especializados es casi imposible hacer un papel digno, incluso en actividades tan aparentemente naturales como es la de correr lo más deprisa posible. Se engañarían quienes pensaran que en Portugal, España o en cualquier otro país desarrollado se dan las condiciones para que no se pierdan este tipo de talentos. El paso del barco de inmigrantes a la gloria lo dan muy pocos, y por eso hoy hablamos de este portugués de procedencia nigeriana que reside en Madrid.
Esta sucesión de nacionalidades -de nacimiento, legal, de adopción- es otro de los factores que hacen interesante la figura de Obikwelu, aunque en este caso no se trate de algo excepcional. Desde hace años, los países de economías más potentes están aumentando su prestigio olímpico gracias a deportistas de otras procedencias, entre los que no faltan aquellos que han alcanzado su nueva nacionalidad única y exclusivamente por sus méritos deportivos. No voy a valorar la justicia de este procedimiento que, por otra parte, se da en otros ámbitos laborales. Pero sí me interesa destacar el efecto relativizador que tiene sobre el concepto tradicional de patriotismo. Quien hasta ayer competía bajo otra bandera, y por tanto no dejaba de ser un adversario, hoy merece todo nuestro apoyo en virtud de una decisión administrativa. Ayer sus éxitos nos dejaban indiferentes, hoy los saludamos como un triunfo casi personal.
Todo esto parecía reflejarse en el rostro de Francis Obikwelu tras su extraordinaria gesta. A diferencia de sus colegas americanos, su gesto estaba tras desprovisto de arrogancia que casi parecía pedir perdón. En su expresión de alegría contenida se atisbaba cierto escepticismo: el de quien sabe que está donde está por un enorme giro de la fortuna. Ni sus sorprendentes dotes naturales, ni su capacidad para el sacrificio, ni su inteligencia hubieran servido de nada si el azar no le hubiera sacado de debajo de un puente. Hasta hace bien poco ésa era su única nacionalidad, la de pobre. Hoy nos lo disputamos todos.
Trinidad Jiménez es portavoz del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid.
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