Cumbres borrascosas
Ha habido momentos emocionantes en estos Juegos como el maravilloso espectáculo de los caballos españoles. Otros irritantes como el racaneo de las notas en natación sincronizada de las estupendas Mengual y Tirados. E inevitablemente otros decepcionantes. Pero el más divertido pude vivirlo cuando, al poner la tele, me encontré con la final de pértiga de mujeres. Por fortuna, me evité el bajonazo de ver cómo las españolas se quedaban atrás y lo alcancé en el momento en que empezaba una guerra mitad dolorosa, mitad patética, mitad heroica, mitad miserable, entre dos legendarias rivales: las rusas Yelena Isinbayeva y Svetlana Feofanova, que este año se han dedicado a arrebatarse la marca. Yo no sabía nada de esto cuando empezó a saltar la rubita Feofanova, de ojos azules y aspecto de buena chica. Observé con indiferencia que no le iba muy bien. Falló varios intentos. El listón estaba ya por las nubes. Entonces apareció la otra, Isinbayeva. Morena, ojos abiertos, como asombrados, muy nerviosa, desprendiendo inseguridad. Antes de arrancar, se tomó su tiempo en manosear la empuñadura de la pértiga mientras se hablaba a sí misma. Parecía que rezaba o se animaba o recitaba un conjuro. Me habría gustado que alguien nos tradujera esas mágicas palabras que la hicieron volar sobre el listón.
Se podría decir que a partir de aquí comenzó una breve, pero intensa, historia de odio y odio. Me dio pena no grabarla para contemplarla en esas horas en que me siento un gusano por no amar al prójimo ni siquiera como al canario del vecino. De pronto, a la cara inofensiva de Feofanova se le echaron encima 20 años de resentimiento. Empezaba una lucha descarnada por alcanzar centímetro a centímetro una cumbre de aire, apenas señalada por una barra, que volvió a elevarse otro centímetro. Isinbayeva no sólo se sentó de espaldas a la actuación de su compatriota, sino que se cubrió con una toalla para hacerla desaparecer. Quizá a Feofanova su propia rabia la distrajo y le hizo perder. Y de inmediato su rival surgió de su concha e inició de nuevo el rito de las letanías. Corrió, salto y cayó al lado de la gloria con una alegría insultante. En su proceso imparable de metamorfosis, la cara de Feofanova era ya la de una auténtica bruja. Se había olvidado de que la estaba mirando el mundo entero y del tan cacareado espíritu olímpico. Quería arriesgarse con otro centímetro más o quería ver cómo Isinbayeva fracasaba. La impresión era que la envidia le corroía las facciones. Qué festival de autenticidad, de no disimulos. Cuántos nos habremos vistos reflejados en ellas.
La historia termina con la coronación de esa inmaterial cumbre de pasión por Isinbayeva, que, para mayor mortificación de Feofanova, con la que nunca se saludó, batió el récord mundial.
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