Una promesa de felicidad
Quizás una de las más graves atrocidades que le debemos al romanticismo es la idea de que la belleza tiene que ser trágica. La idea de que una mujer, para ser bella, para serlo fatalmente, no debe comer mucho, ni defecar nunca, flotar entre los muebles sin tropezar con ellos y desangrarse sin manchar la moqueta. Pálidas y moribundas, histéricas suicidas, las heroínas de la literatura y del cine viven y sólo pueden vivir en la vecindad con la muerte.
Diane Keaton, la mejor actriz cómica de finales del siglo XX, y al mismo tiempo una innegable belleza, es la excepción que erosiona para siempre la regla. Siguiendo la estela de Claudette Colbert y Carole Lombard, Diane Keaton inventó una mujer que mientras más se ríe menos se arruga.
Inclasificable, bella pero nunca fatal, un cuerpo delgado y armonioso que orgullosamente declara no haber pasado por el bisturí
Diane Keaton es eso, y mucho más que eso. Los buenos actores encarnan a la perfección los papeles que los directores y guionistas les asignan. Los grandes actores crean papeles que sin su existencia, sin su paseo irresponsable por entre las luces del estudio, no existirían. Sin Diane Keaton, no habría Annie Hall. La película de Woody Allen parece haber sido filmada sólo para explicar el misterio de su actriz principal. Esa fragilidad indestructible, esa infancia a flor de piel. Esa belleza que se olvida de sí misma, es el tema de una película que intenta explicar por qué no podemos evitar amar a ese tipo de mujer y por qué amándolas no podemos evitar dejarlas.
Annie Hall es en el fondo un documental sobre Diane Hall (el verdadero nombre de Diane Keaton). De hecho, Woody Allen, su ex amante y eterno amigo, cambió apenas los datos biográficos de la actriz y le pidió que usara su propia ropa en la película, exponiendo a plena luz todo lo que los hacía inseparables, a pesar de que ya para entonces llevaban muchos años separados.
Annie Hall, la cantante carcomida por las dudas, en búsqueda permanente de aprendizaje, es Diane Keaton a comienzos de los años setenta. Una chica de la América profunda, educada a punta de cereales en el desayuno, seguridad en sí misma y optimismo galopante. En Nueva York Diane Hall descubre las galerías y el arte moderno, y sobre todo la fotografía, que sería una de sus principales pasiones. Canta y baila en Hair, el musical hippie. Un enorme hombre barbudo la contrata para una película sólo porque no ha actuado en ninguna antes. Quiere gente nueva, actores que sean suyos y sólo suyos. El gordo es Coppola, y la película, El Padrino. Diane interpreta en ella del sueño dorado de todo inmigrante, una rubia americana bonachona que ama cuidar niños y se cree todas las mentiras de su hombre.
La filmación fue un desastre. Coppola, desobedecido por sus técnicos y actores, se va a llorar solo al fondo del plató. Los productores detestan a Al Pacino, nadie soporta a Marlon Brando. Pero para sorpresa de todos la película se convirtió en un éxito y dio lugar a un largo y complejo romance interrumpido con Al Pacino que duró unos treinta años.
Sin embargo, a pesar del éxito, Diane Keaton se empeña en no ser un estrella. Quizás porque esa apacible belleza rubia y familiar que encarnaba en El Padrino (luego vuelve al personaje de Kay para la segunda parte de la saga) es justamente el estereotipo del que huye. Diane Keaton es una hija del baby boom, una chica de los sesenta, una consumidora irrefrenable de píldoras anticonceptivas, una mujer independiente que intenta crear un nuevo concepto de feminidad en medio de las confusiones del posfeminismo. A diferencia de Jane Fonda, de Candice Bergen o Julie Christie, Diane Keaton no se complace en la protesta ni la propaganda underground, sino en la duda, la risa, la burla y la autoparodia. Por entonces conoce a un joven y poco agraciado cómico judío que quería transformarse en director de cine. El romance fue corto en la vida real, pero se alargó en siete películas, que son otros tantos retratos de la actriz.
Fue la seducida seudohippy de corazón profundamente convencional de Sueños de un seductor, y después una liberada mujer del futuro en el Dormilón y una rusa ninfómana en La última noche de Boris Grushenko. La pareja ensayó en todas estas películas una mecánica perfecta. Frente a la sucesión de chistes refunfuñados por Woody Allen, Diane Keaton era la libertad y la pureza. Una mujer de hoy, de los setenta, loca y cuerda a la vez, leal, sexualmente liberada pero profundamente ingenua.
Hasta que vino Annie Hall, donde se invirtieron los roles y Diane Keaton pasó de ser la acompañante de Woody Allen a ser el centro de una historia de amor en que nadie muere, y nadie llora pero que tiene la irresistible melancolía de la belleza cuando se escapa.
En Annie Hall, y en Manhattan después, Diane Keaton encontró un rol a la medida. Pero parte de la esencia de esa mujer, tanto dentro como fuera de la pantalla, era no quedarse nunca quieta. No le bastaba a Diane Keaton haberle enseñado a la segunda generación de feministas que usar pantalón y corbata siendo mujer podía no sólo ser una señal de rebeldía, sino también un gesto de coquetería. En sus siguientes películas Diane Keaton exploró las mil y una facetas de esa nueva mujer, que vive por sí misma y asume su soledad como parte del trato. En Buscando al Sr. Goodbar es una profesora de sordomudos, católica y culposa que se deja seducir por cualquier compañero de copas. La sexualidad desatada y al mismo tiempo profundamente temerosa termina con la muerte y la humillación de la heroína. Un retrato desolador del otro lado de la liberación femenina. En Después del amor desnuda la violencia de un divorcio en una pareja en apariencia impecable. En Rojos, mientras fuera de cámara se convertía en una de las cientos de conquistas de Warren Beatty, encarnaba nuevamente la mujer liberada pero aproblemada, viviendo a caballo entre la maternidad y la lucha. Lo mismo que en Interiores, el primer intento de Woody Allen por ser Ingmar Bergman, que cuenta de una forma terrible y cruda el final infeliz de una familia feliz. Una familia sorprendentemente parecida a la de Diane en la vida real.
Los años ochenta detestaban a esa mujer, liberada pero lúcida, sabia pero elegante, que Diane Keaton encarnaba. Los roles fueron escaseando. La salvó de la cesantía su habilidad cómica. Hizo de ejecutiva neurótica en Baby, tú vales mucho, de ex esposa amargada en El club de las primeras esposas, de sureña excéntrica en Crímenes del corazón. Y hasta participó de la tercera parte de la comedia fetal Mira quién habla.
Mientras tanto se dedicaba en cuerpo y alma a hacer de mecenas de fotógrafos y a dirigir sus propias películas. Su documental Heaven indaga sobre las mil y unas versiones con que los hombres intentamos comprender el más allá. Mucho más acá, Diane Keaton produjo Elephant, de Gus van Sant, una de las mejores películas sobre la violencia adolescente jamás filmada.
En los años noventa fue la década de los retornos, volvió a Woody Allen, haciendo esta maravillosa segunda parte de Annie Hall que es Misterioso asesinato en Manhattan. Y volvió también a El Padrino. En la tercera parte la crédula y apagada Kay se hacía fuerte, poderosa y tan fatal como crepuscular se vuelve su ex marido Michael Corleone. La filmación fue una ocasión para revivir el romance siempre accidentado con Al Pacino. Una vez más todo se acabó a gritos y Diane Keaton volvió a la comedia casi sofisticada con las que paga los lujosos libros de arte que edita.
Inclasificable, bella pero nunca fatal, un cuerpo delgado y armonioso que orgullosamente declara no haber pasado por el bisturí, Diane Keaton tuvo que esperar este año para ser rehabilitada. Lo hizo gracias a una comedia insulsa, Cuando menos te lo esperas. Encarnaba a una cincuentona enamorada. Arrugada, pero impecable, mirando a los ojos a Jack Nicholson, Diane Keaton lograba nuevamente la metamorfosis. La mujer que hace unos segundos nos hizo reír, ahora nos conmovía. Como un arma secreta, más implacable porque mejor guardada, Diane Keaton exponía por entero su belleza y volvía a ser, como diría Stendhal, una promesa de felicidad.
La musa de Woody Allen
La carrera de Diane Keaton como actriz empezó ligada al mundo de Broadway y a una obra, el musical rock Hair,
con el que captó la atención de Woody Allen. Cuando el director la eligió para interpretar la pieza
Sueños de un seductor,
en 1970, la carrera de Keaton quedo ineludiblemente unida a la de Allen. Junto a él trabajó en la adaptación al cine de esa obra de teatro, en 1972, y en
El dormilón
(1973),
La última noche de Boris Grushenko
(1975) o
Annie Hall
(1977), por la que ganó el Oscar a la mejor actriz. Sin embargo, aquel éxito no se repitió con sus dos siguientes candidaturas, obtenidas por
Rojos
(1981) y
La habitación de Marvin
(1996).
Intercalada entre sus colaboraciones con el director neoyorquino quedó su Kay de
El Padrino
(1972), de Francis Ford Coppola, con el que volvió a trabajar en las dos secuelas dedicadas a la vida de los Corleone. Convertida en una estrella, siempre asociada a una forma de vestir en la que priman las prendas
unisex, Keaton participó con Richard Gere en Buscando al Sr. Goodbar
(1977). Ya en los años noventa formó parte del reparto de
El padre de la novia
(1991) y del de su secuela, de 1995. Rota su relación sentimental con Woody Allen, sus caminos volvieron a cruzarse en las pantallas con la exitosa
Misteriosa muerte en Manhattan
(1993). En los últimos años Keaton ha participado en El club de las primeras esposas
(1996), con Goldie Hawn y Bette Midler, y en Cuanto menos te lo esperas
(2003), una comedia romántica en la que aparece rodeada por Jack Nicholson y Keanu Reeves.
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