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El rapto en el serrallo

Antonio Elorza

A fines del siglo XVII, con el fracaso del segundo sitio de Viena, el Imperio otomano dejó de constituir una amenaza militar para la supervivencia de Europa. Con el paso del tiempo, entre guerras y guerras, las relaciones con el resto del continente de lo que es hoy Turquía, hegemónica aún en los Balcanes, fueron adquiriendo un nuevo rostro bifronte. Bajo una máscara de aparente trivialidad, supo reflejarlo una de las obras maestras de Mozart, El rapto en el serrallo. En su argumento, la intriga amorosa termina siendo irrelevante, cargada de tópicos sin el menor interés. Lo que cuenta es la oposición entre las dos caras de Turquía, personificadas, una en Osmin, el guardián forzudo y brutal, visceralmente inclinado a practicar una violencia punitiva sin límites que le convierte en precursor cómico del carcelero de Midnight Express, y otra en Selim Pachá, prototipo del turco al mismo tiempo poderoso y reflexivo, dispuesto a asumir sin reservas los valores humanitarios que le ofrecen sus huéspedes europeos. La ópera concluye, como es sabido, con la celebración de la generosidad del Pachá, nada menos que a cargo de un coro de jenízaros. En pleno apogeo de las Luces, y desde la misma Viena sitiada un siglo antes, la obra puede ser interpretada como un caluroso saludo a la deseable afirmación de una Turquía europea, fuerte y moderna a un tiempo, capaz de superar lo que Lenin hubiera denominado su "asiaticidad", es decir, el atraso y la carga de violencia correspondientes a un imperio de dominación que había ya agotado su ciclo histórico.

Las élites turcas no tardaron en percibir la exigencia de esa modernización, iniciada con el periodo de reformas decimonónico, el Tanzimat, y llevada a cabo en circunstancias agónicas tras la derrota en la Primera Guerra Mundial por uno de los grandes personajes políticos del siglo, Kemal Atatürk. Sobre las ruinas de un imperio anacrónico, Mustafá Kemal puso vigorosamente los cimientos de un nuevo país, a partir de la idea de que la plena europeización de Turquía era la clave para la puesta en pie de una nación moderna. La voluntad actual de incorporación a la Unión Europea, compartida por políticos laicos e islamistas moderados, responde así a un proyecto político consustancial con el desarrollo histórico del país. Una decisión de rechazo a las demandas de integración tendría enormes consecuencias, y todas negativas, tanto para Turquía como para la propia construcción europea.

Ahora bien, eso no significa que el camino sea fácil, y que todo pueda ser resuelto poniendo las cosas blanco sobre negro. La dualidad inherente a la personalidad histórica de Turquía aún no ha desaparecido. El balance del esfuerzo heroico de Mustafá Kemal lo apuntó ya con claridad. Fue una victoria militar lo que hizo posible el nacimiento de la nueva Turquía, y ese legado sigue vigente, tanto en sus aspectos positivos como en los desfavorables. En el primer sentido, el Ejército turco se mantiene hasta hoy como bastión principal en la defensa del laicismo frente a toda pretensión de islamizar el país. En el segundo, su protagonismo se ha vinculado históricamente a una concepción del poder dispuesta a violar los derechos tanto individuales como colectivos tantas veces como resultara necesario para afirmar su ideal nacionalista. Y hacia el exterior, a una alta disponibilidad para recurrir a la guerra como forma de resolución de los conflictos (invasión de Chipre en 1974, intervención armada contra kurdos refugiados en Irak, amenazas sobre Grecia por el tema de la soberanía marítima y sobre Siria por la cuestión kurda hace menos de una década). Se trata de un enlace entre poder militar y defensa de los intereses nacionales, explicable en la década de 1920, pero hoy incompatible con el espíritu europeo, aunque no obviamente con la estrategia de big stick practicada en la zona por Israel, principal aliado de Turquía, y por los Estados Unidos, su gran valedor para el ingreso en Europa. En este punto, dotado de un armamento moderno y en el marco de la OTAN, el espíritu de Osmin aún no ha desaparecido. Conviene no olvidarlo cuando se juzga apresuradamente, y de forma simplificadora, el rechazo de los grecochipriotas a una reunificación que otorgara a Turquía el más mínimo resquicio para intervenir en la isla.

El segundo obstáculo, notablemente erosionado por las reformas de Mustafá Kemal, pero hoy en pleno resurgimiento, es el fondo islámico de la sociedad turca. Ya en el pasado, cada vez que el fundador intentó fomentar un cierto pluralismo político, conservadurismo e islamismo se sirvieron de ese cauce para forjar una alternativa a su proyecto, lo que llevó a la cancelación de la apertura. Desde ese espíritu se explican las actuaciones del poder militar contra los partidos islamistas hasta las últimas elecciones. Hoy el balance del Gobierno Erdogan, por su pragmatismo y respeto (forzoso) del Estado laico parecen

favorecer la idea de una conciliación, muy positiva asimismo para Europa: sería factible un poder islamista en ese marco laico requerido por la construcción europea. Claro que, paradójicamente, la aceptación del ingreso de Turquía vendrá a favorecer la supresión del gran obstáculo que hoy impide cualquier atentado contra el laicismo, al eliminar lógicamente ese Consejo de Seguridad Nacional mediante el cual el Ejército ejerce su tutela sobre las instituciones. Es la gran encrucijada y la gran incógnita. Un islamismo gobernante al modo de una democracia cristiana, versión musulmana, constituiría un cauce óptimo para la integración de las mayorías suníes en la mentalidad europea, y asimismo constituiría una valiosa aportación al pluralismo cultural e ideológico en nuestro continente. En sentido contrario, resultaría nefasto el islamismo político como caballo de Troya, ligado a la preservación de la "asiaticidad" aún sobreviviente en Turquía, tanto en las costumbres como en las mentalidades, y plataforma para una expansión de las corrientes más radicales. Toca, claro es, a los propios turcos decidir, y a Europa prever y controlar las consecuencias.

Por fin, está la cuestión del respeto a los derechos invididuales y colectivos, referidos estos últimos a una minoría kurda que supone entre el 15 y el 20 por 100 de la población, y es mayoritaria en zonas enteras del este del país. Tampoco cabe olvidar, ahora en el plano del respeto a la libertad individual, el tema aleví, de similar entidad cuantitativa, pero menor relieve, al no plantear reivindicaciones políticas. Sobre el problema kurdo puedo aportar algo. Viví por azar la reanudación del primer conflicto en torno a Diyarbakir hace quince años, viendo pasar los carros de combate y escuchando de noche los bombardeos de los poblados kurdos rebeldes. La conclusión es simple: el rechazo del terrorismo kurdo no debe hacer olvidar que el reconocimiento de los derechos políticos y culturales de los kurdos resulta pura y simplemente negado por la intransigente concepción unitaria que prevalece en los gobernantes turcos. Es un aspecto de la democracia a no olvidar por Europa, y por eso resulta lógico que nuestros partidos nacionalistas lo recuerden. Esto nos lleva al último obstáculo, de naturaleza simbólica, pero para nada irrelevante. Cuando los Estados causantes del holocausto o de los crímenes contra la humanidad en la Segunda Guerra Mundial reconocen abierta y solemnemente sus pasadas culpas, no tiene sentido que el Estado turco siga practicando, incluso desde su página web, el negacionismo en cuanto al genocidio inferido al pueblo armenio a partir de 1915. No es tema menor, ya que afecta a esa imprescindible modernización democrática que para bien de Europa y de Turquía debe convertir a esta última, una vez realizados los cambios imprescindibles, en miembro pleno de la construcción europea.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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