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Columna
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Estuve en Cuba hace unos meses. Desde que pisas el aeropuerto José Martí de La Habana aquel país no deja de sorprenderte. Te sorprende esa ciudad maravillosa, cuyo estado ruinoso obliga a mitificar lo que podría ser con un mantenimiento adecuado, una restauración cuidadosa o una simple mano de pintura. Te sorprende el Malecón, la Habana vieja, el bullicio y el sabor de sus rincones. Te asombran las playas de aguas cálidas y arena micronizada y el verde rabioso del Valle de Viñales. Todo eso puede dejarte boquiabierto aunque nada hay en Cuba que más sorprenda al visitante que su gente. Los cubanos son un pueblo increíble. Aquella gente tiene un talante y una forma de ser que consigue minimizar la tremenda escasez material que padecen. El periodista Carlos Carnicero, que podría escribir 100 tratados sociológicos sobre Cuba, emplea siempre el término "escasez" para distinguirlo de la pobreza. Es verdad que los cubanos no son pobres, y no lo son porque su penuria es sólo económica, culturalmente son un pueblo rico. La educación allí es de lo poco que puede enorgullecerse el régimen castrista. Hablas con el chófer que te lleva de un lado a otro en un taxi del gobierno y resulta que es experto en electrónica, la chica de la recepción del hotel te cuenta que terminó la carrera de Historia y el camarero del restaurante se tituló en Ingeniería Industrial. El que menos ha estudiado es el equivalente aquí en España a una diplomatura y es capaz de dar una buena exhibición de conocimientos sobre su materia.

Por desgracia, la situación apenas ofrece expectativas de acceder a un puesto de trabajo en el que puedan volcar su formación. Esto convierte a Cuba en el país de la frustración, pero también en el de la ilusión, porque el menor cambio en las circunstancias políticas y económicas permitirá poner todo ese potencial al servicio del progreso. En España trabajar en algo completamente ajeno a los estudios universitarios cursados era hasta hace unos años casi excepcional y en cambio ahora empieza a ser moneda corriente. Un reciente estudio sobre inserción laboral llevado a cabo por la Universidad Carlos III revela que casi la mitad de los jóvenes recién titulados de Madrid no está realizando una labor siquiera afín a lo que estudió en la Universidad. El fenómeno no afecta por igual a todas las titulaciones, los ingenieros, por ejemplo, encuentran trabajo en los suyo con relativa facilidad, mientras abogados y periodistas las pasan moradas para colocarse como tales. Sometidos al dictado de la despiadada ley de la oferta y la demanda, un licenciado superior puede verse ganando el salario mínimo interprofesional mientras alguien se hace de oro desatascando tuberías.

La transformación experimentada por el mercado laboral en los últimos años contraviene los intereses de los afectos a la titulitis. En los tiempos que corren, el título universitario sólo garantiza la posibilidad de cubrir un hueco en la pared si es debidamente enmarcado. Cuando se obtiene ese documento, después de pelar los codos durante un montón de años, la carrera realmente no ha hecho más que empezar. Algunos se hartan de mandar currículos y terminan tirando la toalla y buscándose la vida haciendo lo que sea con tal de lograr un trabajo fijo. Recuerdo el revuelo que ocasionaron hace tiempo unas oposiciones del Ayuntamiento de Madrid a las que concurrieron doctores en Derecho para cubrir plazas de barrendero.

El estudio realizado por la Universidad Carlos III revela el enorme interés que los licenciados muestran por conseguir un empleo de los de antes. Cada vez hay más opositores, la mayoría prefiere trabajar con un buen horario que no interfiera el fin de semana, en un lugar estable y a ser posible en la Administración, justo lo que más escasea. Si ese espíritu es el preponderante, no debe extrañarnos que un tipo avispado, de menor formación pero mayores ambiciones personales, prospere económicamente con relativa facilidad.

Un amigo que está siempre preocupado con el futuro de su familia me contaba días atrás que lo había pensado bien y que no terminaba de convencerle el novio de su hija. "Es buen chico -decía-, pero el pobre estudia para abogado. Además, la niña tiene un pretendiente que es fontanero y, compréndeme -justificaba-, yo quiero lo mejor para mis hijos". Creo que hablaba en serio.

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