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Columna
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Yídish

COMO ESE miserable sabio del poema calderoniano, en la trágica historia de Polonia también hubo una sombra contrahecha de su destino peor, recogiendo los arrojados despojos: la del judío, cuya desposesión absoluta marcó su lengua, el yídish, un precipitado heteróclito a partir de una parva raíz hebraica, trufada de modismos eslavos y germánicos, lo cual es como tener que hablar en la jerga de un esclavo desterrado adaptada a las sucesivas lenguas de los amos. Sin embargo, en esta lengua de los que carecen de la posibilidad de hablar en nombre propio, surgió la prosa viva de uno de los mejores escritores del siglo XX, Isaac Bashevis Singer (1904-1991), del que acaba de publicarse en castellano la novela El certificado (Ediciones B).

El héroe de la misma es el joven de 18 años, David Bendinger, el cual, hijo de un paupérrimo rabino de aldea, trata de abrirse paso en la Varsovia de 1922, poco después de concluir la mortífera Gran Guerra, que arrasó todos los valores tradicionales y, no digamos, los de la martirizada minoría judía, que, antes de su destrucción física, padeció la aniquilación moral. La personalidad de Bendinger es casi un literal trasunto de la del propio Singer, el cual, acosado por todos los frentes, y en medio del absurdo, decidió convertirse en un escritor de ficción, cuando comprendió, tras unos iniciales escarceos filosóficos, que sólo la novela dejaba fluir las emociones y que éstas "constituyen la esencia de un ser humano, su alma", lo único que justifica su inmortalidad.

Pero hay algo más que la conciencia del decisivo peso de lo emocional, tal y como sólo se alumbra en medio de la desgracia, para explicar la fuerza misteriosa del arte: tener algo singular que contar. De esto es de lo que, en cierto momento, se percata Bendinger y así lo expresa: "Era preciso que surgiese una nueva literatura, sin leyes preestablecidas ni normas de iniciación... Había que representar a los seres humanos con todos sus actos, pensamientos, caprichos y desvaríos. Aunque la literatura siempre ha estudiado el carácter, casi siempre ha ignorado la falta de carácter del hombre moderno. De pronto sentí el impulso de escribir".

De esta manera, Singer, siguiendo los pasos de su criatura de ficción llamada Bendinger, no sólo comenzó a narrar lo hasta entonces inenarrado de las pasiones, sino que, hasta el final, lo hizo en la execrada y casi perdida lengua de los esclavos desterrados, el yídish, demostrando con ello que la forma de expresión más humillada puede ser el fanal que ilumine el extravío de toda la humanidad, porque precisamente en esa jeringonza, amasada con el dolor, se atesora lo fundamental de la vida: el anhelo imprescriptible de sobrevivir con dignidad. Tal es, sin duda, el único certificado del arte.

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