Sobre el 'lobby' y la medalla
Tengo para mí que, al divulgarse recientemente la concesión honorífica por el Congreso de EE UU, al ex presidente del Gobierno español, la extrañeza fundamental ha estado basada en la forma de concederla. Es muy posible que si se hubiera tratado del uso de una atribución directa del presidente norteamericano o, en otro camino, de haber sido fruto de una propuesta formulada en sede parlamentaria de algún grupo a la que, por unánime consenso, se hubiera unido toda la Cámara, las cosas habrían sido mejor entendidas. Lo que al españolito no instruido en demasía en la misma concepción de la política de aquel inmenso país de verdad ha sorprendido, es que a eso, a tal distinción, se haya podido llegar mediante la presión de un lobby. La sorpresa se deriva, en éste y en otros muchos casos, de cierta incomprensión sobre el funcionamiento de la política en EE UU.
Y es que, como paso previo, hay que partir de la distinta comprensión del quehacer político entre el mundo anglosajón y las viejas democracias europeas. Y nada se entenderá sin esa diversa comprensión. En la vieja Europa, la actividad política tiene por norte, exclusivamente, la conquista del bien común. Hacia el bien común, general, de la nación tiene que ir orientado el quehacer de cualquier político. Y, en democracia, este bien común resulta de la suma, por supuesto "presuntamente angelical", de quienes mandan. Precisamente por eso, porque es suma mayoritaria "absolutamente pura" de voluntades es por lo que, acto seguido, surge la obligación de la obediencia ciudadana. El diputado es representación del todo, de la nación (de aquí el gran problema de qué hacer con el transfuguismo), todos los representantes votan en plena libertad y "en conciencia" (descarado olvido de otro gran tema: la disciplina de grupo y la elaboración de las listas electorales en las que, ¡por Dios!, nadie duda de que están los mejores, los más calificados libremente seleccionados por los votantes) y, en fin, la presunción de "altruismo e inocencia política" está en la base de todo. Maldito resulta el que actúa en provecho propio. La doble vertiente un día señalada con valentía por el maestro Duverger (se sirve a y se sirve de) queda en el más absoluto de los silencios.
Añado un inciso más. El valor absolutamente predominante en la política norteamericana es decir la verdad. No mentir. Precisamente por esto, por mentir es por lo que caen los políticos. Es lo que el pueblo no perdona. Si en España se hubiera dado lo de Clinton y la becaria, es muy probable que el sujeto "beneficiado" hubiera sido de inmediato quemado en cualquier hoguera democrática (que las hay). En EE UU, no. Lo que no se le perdonó es el mentir. En nuestro país, cuando se nos pide una "recomendación" para algo, ya se da por supuesto que se trata de elogiar al máximo al aspirante, con la mentira por medio en la mayoría de los casos. ¡Es lo normal! En Estados Unidos la recomendación tiene que ser auténticamente verdadera y por ello es secreta. Algo más vivido personalmente. Durante mi primera estancia de ampliación del doctorado en Columbia University y en plena realización de un examen, de pronto uno de los estudiantes se dirigió al profesor par denunciarle que otro (portorriqueño, por casualidad) se estaba copiando. ¡Hecho insólito! Entre nosotros absolutamente impensable: el delator lo menos que habría recibido es la calificación de "chivato", con seguro posterior desprecio. Pero para quien denunciaba de lo que se trataba es de manifestar que el que copiaba faltaba a la confianza del profesor y rompía una generalizada igualdad entre los alumnos. En suma, mentía. Y, repito, el hecho de mentir está en aquel país a la cabeza de los valores de una cultura cívica bien asumida. Ni se miente a la sociedad ni se perdona mentir al Estado. Compárese lo expuesto con la larga tradición española de considerar al Estado como algo ajeno, entrometido y hasta perseguidor. Engañar a Hacienda o practicar el estraperlo con cosas comunes "por que las hace todo el mundo". Engañar al Estado es prueba de sagacidad y no pecado.
Pues bien, con esta filosofía de partida, se prefirió siempre clarificar el status o la pertenencia de quien hablaba en el Congreso. Cada uno representa un interés particular porque la beatífica concepción de portadores de parcelas del bien común no existe. Detrás del que interviene "hay algo o alguien" y de aquí que, en conocida frase, la política es juego de influencia e influyentes. O, todo lo más (y esto jamás se confesaría entre nosotros), como sentencia Easton, tomar una decisión política es siempre efectuar un reparto autoritario entre bienes escasos.
La práctica del lobby (hacer pasillo) es intentar convencer al compañero de que vote a favor o en contra de algo. Y el que practica este menester no queda demonizado, ni mucho menos: defiende un interés que su grupo estima legítimo. Estamos ante una de las formas de actuar de los famosos grupos de presión, que, por cierto y durante el proceso constituyente intentó al mismísimo Fraga incluir en el texto constitucional sin el menor éxito. En EE UU se sabe muy bien quiénes y por qué se oponen a la prohibición general de armas de fuego, al establecimiento de ciertas relaciones exteriores, al apoyo incondicional al Estado de Israel o a la muy posiblemente interesada campaña de acoso y derribo a los fumadores. Todo lo que se ha hecho, al respecto y mediante una ley federal, es prohibir el viejo (old) lobby y algunas de sus formas de actuación que han sido delatadas ilícitas. Pero, salvo en estos casos, ancha es Castilla y así se hace gran parte de la política: con el new (nuevo) lobby.
Entonces, comprenderá el lector, que poca o nula importancia posee la forma en que se concediera la medalla, modesto objeto de estos párrafos. Por lo demás, piénsese la cantidad de veces que se ha llegado a premiar con el Nobel de la Paz a sujetos que luego, en la práctica, escasos méritos han demostrado para alcanzar tan alta estima. En el registro de las Cámaras de Estados Unidos ha de figurar, expresamente, al grupo de presión al que se puede pertenecer. En España, siempre más papistas que el Papa (¡que ya son ganas de ser Papa!), uno no puede reflejar ni la profesión que ejerce, ridícula extensión al derecho a la intimidad. ¡Por lo menos en el carnet de identidad todos tenemos la obligación de ser iguales!
Concluyo. Si todo lo dicho es así y así se estudiaba en las Facultades de Derecho antes de que nuestras preocupaciones estuvieran tan beatíficamente obsesionadas con los actuales temas de las Comunidades Autónomas Uniprovinciales, los hechos diferenciales y el semifederalismo asimétrico y de los Grandes Expresos Europeos, lo que al ciudadano normal debe importar, en el tema que nos ocupa, es aclarar si todo ello tiene alguna relación con el feliz resultado de Perejil, la alianza en la búsqueda de armas atómicas que no existían, la palmadita yanqui a un Marruecos que de vez en cuando quiere salirse de madre o, sencillamente, hubo dinero por medio. ¿Y público o privado? Pero quizá esto es mucho pedir en una democracia en la que se aceptan regalos de yates por absoluta generosidad y alto patriotismo del donante. Sin nada a cambio, ni antes, ni después. Sin duda: seguimos siendo reserva espiritual de Occidente y hasta de Oriente. Y no nos hace falta pensar ni en lo de la mujer del César.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.
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