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Columna
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Campo cuántico

El artista japonés Hiro Yamagata ha puesto su granito de arena tecnológica a la Aste Nagusia del año 2004. El montaje Campo Cuántico X3 se ha apostado en Abandoibarra, justo entre el Guggenheim y la pasarela Pedro Arrupe, y muy cerca de esos nuevos columpios, inaugurados el mes pasado, que tienen también algo de galáctico.

El Campo de Yamagata son dos cubos que proyectan rayos láser y luces de alta potencia, no sabemos si creando auténticos efectos o sólo premeditados efectismos: todo va en gustos. Yamagata ha explicado en varias ocasiones el profundo significado de su obra, aludiendo tanto a las increíbles extensiones espaciales como a las mínimas partículas de la materia. En fin, que leer las declaraciones de Yamagata en el periódico es un poco como rememorar al Pascal de los Pensées, sólo que sin cubos y sin electricidad.

Los cubos propician efectos visuales que, como en el circo, harán las delicias de grandes y pequeños

La verdad es que los efectos (o efectismos) de la obra de Yamagata tienen mucho de guggenheimiano, en el sentido de adecuarse a esa versión postvanguardista del arte que va incluso más allá del arte (hacia otra cosa aún indefinida) y acaba desencadenando efectos visuales, aventurerismo arquitectónico, exhibiciones tecnológicas, antes que cualquier mínima conmoción en el alma humana. Que conste que uno no lo critica; antes al contrario: el arte moderno desempeña una valiosísima función, la misma que encontramos en la jardinería, en la artesanía floral o en el acabado que dan a sus obras los ingenieros dotados de buen gusto.

Ignoro las conclusiones metafísicas que extraerá el pueblo llano en la contemplación de la obra de Yamagata, pero lo cierto es que los cubos dan bien en las fotos y propician efectos visuales que, como en el circo, harán las delicias de grandes y pequeños. Así y todo, confieso que me quedo, ante los cubos, mucho más extasiado por un efecto menor: aquel que proporciona la mera luz del sol sobra cada una de sus escamas, proporcionando matices multiformes y explotando la combinatoria de los colores hasta más allá de la imaginación. Sin duda no es éste el efecto fundamental que persigue el japonés con su extraña máquina, pero a mí me parece que remeda muy bien al Guggenheim, en cuyas planchas de titanio hemos aprendido a ver la luz del sol de otra manera, e incluso a apreciar el atardecer desde inéditas avalanchas de fulgor anaranjado.

Presiento que las planchas de los cubos de Yamagata son una versión actualizada de las planchas de Gehry, si bien explotando sus efectos hasta el final. Es decir: pasando del efecto al efectismo. Uno, en arte, prefiere el efecto al efectismo, del mismo modo que lo prefiere en la vida. Pero hay que reconocer que Hiro Yamagata y sus cubos nos obsequian con un prodigio de barroquismo colorista y volumétrico. Se trata, en suma, de una oportunidad para el espectáculo, de una fiesta para los ojos impresionables, que es como decir para todos nuestros ojos. Aunque, claro, uno no ve razón para abandonar por los cubos una de sus fidelidades más queridas: apostarse al final de la calle Iparragirre, asistir al atardecer que se cierne lentamente sobre la Ría, y contemplar cómo el sol agonizante tiñe el titanio de un delicado color mandarina.

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