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Columna
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Pateras

Los "curiosos impertinentes", aquellos viajeros británicos que visitaban España en el siglo XIX, gustaban de informar a sus lectores que, efectivamente, África empezaba en los Pirineos y que en España se tropezaba por doquier no sólo con los vestigios monumentales, sino con maneras de ser, locuciones y caractéristicas físicas, que denotaban a las claras su origen "árabe". En su famoso Manual, Richard Ford nunca pierde la oportunidad de comentar que tal o cual costumbre española "es perfectamente oriental", e incluso se expresa convencido de que la indolencia y falta de voluntad que cree identificar a su alrededor, tan opuestas a la emprendedora ética protestante, proceden de un fatalismo de evidente raíz musulmana. Cuando Ford y los suyos llegaban a los aledaños de Tarifa y contemplaban por primera vez, desde las laderas donde pacen las vacas de raza retinta, el fabuloso espectáculo del Estrecho -mucho más estrecho de lo imaginado por alguno de ellos-, se ratificaban, por supuesto, en lo que habían sospechado antes de emprender su jira peninsular: la proximidad de África y sus gentes había condicionado la historia española.

Ford, que estuvo aquí entre 1831 y 1833, no tardó en descubrir que a los andaluces con quienes iba topando les irritaba sobremanera su fascinación con la cultura hispanomusulmana. Había una tendencia a despreciar todo lo "moro", como si no tuviera nada que ver con ellos, incluso a destrozar los restos de su civilización. Y, por lo que tocaba a la Alhambra, entonces en un avanzado estado de abandono, pocos granadinos la visitaban o la consideraban digna de su consideración. Y eso que, como señala Ford, las evidencias de tan larga presencia de Oriente en Occidente eran peculiares de España y merecedoras, por ello, no sólo de estudio sino, por lo que respetaba a los monumentos, de la máxima protección.

La maurofobia que encontraba a su paso nuestro hombre se había calado profundamente, sin duda, en la psiquis nacional, fomentada por una historiografía oficial que poco o nada tenía que ver con las realidades de la época anterior a 1492. Las realidades ya las conocemos mejor, la amnesia amaina, y cabe suponer que para una gran mayoría de españoles actuales la posibilidad, o probabilidad, de no poseer aquella sangre limpia y jamás de mora ni de hebrea manchada de la cual se jactaba Peribáñez les trae sin cuidado. Bendito sea. ¡Si incluso hay católicos, aquí y fuera, que se están dando cuenta por fin de que su religión es oriental!

El Gobierno de Zapatero puede hacer mucho para mejorar las relaciones de España con el mundo árabe, y ha atendido con admirable rapidez la forja de una entente cordiale con Marruecos, tan puesta en entredicho por Aznar. Debe terminar para siempre la sangría de las pateras, la obscena muerte de estos seres que, desesperados con la situación en sus propios países, arriesgan todo por alcanzar las costas de una Europa que suponen hospitalaria. Por lealtad histórica, además de por interés propio, España tiene la obligación de ayudar en todo lo posible a sus vecinos de la ribera sur. Sin olvidar nunca lo que hizo, cuatro siglos atrás, con los moriscos.

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