Del transcurso del tiempo
El verano siempre tiene prisa por dejarnos, quizás porque lo vemos con tan buenos ojos que es fácil cogerle cariño. Hay un adagio repetido hasta la náusea ("Lo bueno, si breve, dos veces bueno") que merece una severa corrección. Por ejemplo, desde las implacables leyes de Murphy, que seguramente no tendrán inconveniente en demostrar que lo bueno, además, es siempre breve, que lo bueno es breve porque sí. Y punto. Y basta.
Probablemente las vacaciones agosteñas no sean tan breves como parecen. Pero es que se nos hacen fugacísimas. Así como en otros momentos del año todos añoramos las vacaciones, hay que reconocer que, emplazados en ellas, el trabajo no suscita añoranza. Es más, ni siquiera se recuerda. La sirena que nos reclama a las tareas del año se recibe con completa imprevisión, como una mala sorpresa, como un chiste sin gracia. Es entonces cuando nos parece que el sesteo agosteño se ha pasado en un suspiro.
Las fiestas son una buena oportunidad para desafiar a las leyes de Murphy
Las vacaciones tienen esta perversa consecuencia: que en ellas el tiempo se comporta de un modo extravagante. La minuciosa contabilidad de lunes y de sábados, tan propia del resto del año, se desfigura en la conciencia porque carece de toda importancia. ¿Qué demonios diferencia a un martes de un domingo cuando el descanso se extiende a toda la semana? Éste es el momento en que envidiamos a los ricos (a los ricos de solemnidad) con razones más fundadas: nos imaginamos una vida en que todos los días fueran iguales, en que los lunes tuvieran el mismo encanto de los sábados, una vida en que el descanso no fuera algo merecido, algo duramente ganado, ni maldita la falta, porque se hubiera convertido simplemente en un estado del alma.
Hay que aprovechar las vacaciones como un tesoro que se fuera agotando poco a poco y no caer en los chantajes de un tiempo que juega a contraerse, aunque quizás las fiestas son una buena oportunidad para desafiar a las leyes de Murphy y a su endiablada certeza de que lo bueno pasa de forma vertiginosa. Todo consiste en vivir la Aste Nagusia como un auténtico fanático, dotarse del programa de fiestas y no dejar pasar ni una. Desde la diana de txistularis hasta el segundo pase de la verbena, las posibilidades tienden a infinito. Si uno se las arregla para no perder comba, el principio de la brevedad de lo bueno puede encontrar su verdadero contrapunto: verse uno mismo, de madrugada, absolutamente exhausto, y tener la sensación, si vuelve la vista atrás, que desde que sonaban los txistularis de la mañana ha pasado más tiempo que en el Reich de los Mil Años, ése que Hitler prometió a sus seguidores.
Sí, se trata de una ficción, porque un día no da para más de 24 horas, y con el maldito Reich de los Mil Años ya vimos lo que pasó. Pero todo se trata de una percepción subjetiva: juega a levantarte con los txistularis, no descanses a lo largo del día y parecerá de pronto que el tiempo se ha estirado como un chicle de increíble resistencia.
Otra cosa, claro, es que puedas soportar semejante ritmo un día tras otro. Sin duda, las leyes de Murphy también podrían explicarnos por qué, desgraciadamente, no estamos hechos para la jarana continua.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.