Una Europa interesante
Los intereses son algo poco interesante. Esta afirmación no es un mero juego de palabras, sino una tesis que puede explicarse si reparamos en el doble sentido de la palabra. Cabe entender el interés como beneficio, provecho o utilidad, y así se emplea la palabra para designar situaciones económicas y relaciones de poder. En otro sentido, es interesante aquello que cautiva la atención, que seduce, concierne y convoca. No siempre van unidas ambas cosas e incluso a veces resultan difícilmente compatibles. El combate de los intereses puede resultar encarnizado pero generalmente es incapaz de ilusionar a los afectados. Dicho de una manera paradójica: cuando los asuntos sociales se plantean como una cuestión de intereses, la política deja de interesar. El interés configura comunidades de baja intensidad, que son poco más que utilidades privadas que se entrelazan; lo interesante, en cambio, nos eleva un poco por encima de nuestra particularidad y proporciona satisfacciones menos inmediatas pero más plenas. Ambas cosas suelen venir mezcladas, como en todo lo humano, pero no hay empresa interesante en la que no haya despuntado una dimensión que sublima y amplía el interés inmediato.
Tal vez nada ilustre mejor esta alternativa que los actuales debates en torno a Europa, ese confuso conglomerado de intereses que todavía, según todos los indicios, no ha conseguido instituirse como algo interesante. Las últimas elecciones al Parlamento europeo han puesto de manifiesto lo lejos que estamos del horizonte de una Europa verdaderamente unida, en nuestros discursos, en las mentalidades y en la práctica institucional. Basta con reparar en los argumentos electorales más socorridos para comprobar que el proceso de constitucionalización de Europa todavía no configura algo que vaya mas allá de esa unidad superficial y estratégica de los intereses. Prácticamente todos los partidos -tanto los que se dicen nacionalistas como los que consideran que no lo son- han sido incapaces de formular otro objetivo que el de "defender allí nuestros intereses". Las discusiones posteriores en torno al reparto de cuotas, la formación de mayorías y los mecanismos de bloqueo en la cumbre de Bruselas continuaron con la misma lógica. Las justificaciones de Zapatero en el Congreso tras esa cumbre apenas alzaron el vuelo y se limitaron a justificar los beneficios del reparto en términos de interés particular de España. Parecía desconocer que ese tipo de discurso tranquiliza a una parte del electorado -la que tiende a formular sus preferencias ateniéndose principalmente a sus intereses privados- y deja indiferente a otra, la más movilizable por asuntos y argumentos que hacen referencia a lo público y común, a quienes prefieren, por así decir, lo interesante. El recurso a esos argumentos daba a entender que continúa aceptando jugar en el terreno del adversario, sin acabar de definir uno propio, y muestra hasta qué punto continúa siendo la izquierda vulnerable a las acusaciones de la derecha.
Europa no es un lugar en el que se reúnen quienes ya saben cuáles son sus intereses, a donde enviar emisarios de decisiones ya tomadas. Si Europa ha de constituirse como una comunidad política, si ha de ser algo más que una reunión de Estados, es porque establece un nuevo espacio deliberativo en donde se formulan nuevos intereses. No mandamos allí a nadie para que defienda nuestros intereses sino para que descubra cuáles son nuestros verdaderos intereses hablando con los italianos, los polacos o los franceses. La retórica dominante ha revelado qué lejos está Europa de ser una verdadera comunidad política y qué poco han contribuido nuestros gobernantes a avanzar en esta dirección. Con ese populismo elemental no puede uno luego quejarse de que no suscite el menor entusiasmo entre los ciudadanos, acostumbrados a que todo se resuelva en categorías domésticas.
La lógica del emisario tiene que ver con una manera general de entender la sociedad en un momento de baja ciudadanía y en el que la política es entendida como la mera agregación de intereses particulares, incapaz de configurar un espacio verdaderamente público más allá de la mera yuxtaposición de intereses o identidades. El prestigio de los apoderados vive de su capacidad de hacerse valer como duros negociadores ante la propia hinchada. Quien arenga con la retórica del emisario demuestra tener una idea muy poco interesante de Europa: un lugar donde se negocia estratégicamente y no un lugar donde se delibera, con una lógica, por cierto, más propia del Antiguo Régimen que de la democracia representativa. Los enviados al teatro de operaciones hablan de defender lo propio en Europa como si lo que somos estuviera ya definido, cuando más bien ocurre que el concierto europeo nos ha modificado de una manera radical, que alcanza incluso al modo de formular y hacer valer nuestros intereses. Las primeras fronteras que se modifican son aquellas que delimitan los propios intereses y separan las cuestiones internas de los asuntos de política exterior.
Cuando la política se practica como una mera delegación, ¿quién se atreve a hacer valer que, además de las cuotas de poder y el reparto de bienes escasos, Europa representa una oportunidad, una ampliación de lo propio hasta el punto de que no tiene sentido considerar como algo ajeno el destino de los pescadores irlandeses o la industria alemana? Es éste uno de los pocos temas en los que a la política le está permitido parecerse a la pedagogía.
Si Europa representa un proyecto interesante es porque se trata de un laboratorio para volver a definir el bien común, el espacio público, más allá de la soberanía tradicional y en el contexto de la nueva complejidad social. Se trata de un espacio formado por quienes han descubierto, tras experiencias terribles, que la definición del propio interés no puede llevarse a cabo sin el concurso de otros. Es como si hubieran caído en la cuenta de que si la concreción del bien común es algo controvertido, tampoco el interés propio es algo bien conocido y que pueda determinarse unilateralmente. La maximización del propio interés está sometida a la incertidumbre característica, por ejemplo, de las acciones complejas y de largo alcance, o en las que hay muchos actores implicados. Hay muchos problemas económicos y sociales que no se deben a que haya una mala voluntad por parte de los agentes o a una indisposición a encontrar el acuerdo, sino a su perplejidad e ignorancia acerca de qué es lo más conveniente. No somos sujetos que sabemos perfectamente lo que queremos y luchamos contra otros por conseguirlo. Ni nuestro interés económico ni nuestro interés político se formula con independencia o contra el de otros, sino a través de la discusión y cooperación con ellos.
La lejanía de Europa consiste en esa incapacidad de divisar por el momento un horizonte común a causa de la inmediatez de los intereses, de su cortedad de miras y escaso alcance. Nuestro desafío consiste en hacer de Europa un espacio público, sustituir la Europa interesada por la Europa interesante.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.