Besos de fogueo
Mañana, lunes, EL PAÍS presenta, por 1 euro, 'El caso Galton', una nueva muestra del talento narrativo de Ross MacDonald y su popular detective Lew Archer.
En todas las novelas de Ross MacDonald el pasado se sirve en lonchas, y los fiambres, por piezas. Y la que hoy nos ocupa no iba a ser menos. Se trata de otra entrega de Lew Archer, güelebraguetas especializado en dramas familiares y capaz de descubrir la cana del delito entre las pieles de una zorra o de un visón, dándole igual el pelaje, pues para el caso es lo mismo. O, dicho de otra forma: Ross MacDonald contaba siempre la misma historia, pero cada vez lo hacía mejor. Éste era el truco con el que nos engañaba a todos, incluido al mismísimo Lew Archer, que volvía a repetir los mismos errores de siempre. Por todo lo dicho, y también por hacer uso virguero del lenguaje figurado, Ross MacDonald logró marcar las distancias que le separaban del resto de novelistas adscritos al género; de qué genero, ahora no importa. Lo que verdaderamente importa es que allí donde otros ponían la bala, Ross MacDonald fileteaba suelto, manejando la metáfora igual a un cuchillo de hoja lustrosa y lo más parecida a un espejo de doble filo, de esos que reflejan a la vez que denuncian. Por un lado, deja en evidencia los rincones más indecentes del hombre, y por el otro, acusa, señalando su obscena relación con la propiedad, con el whisky y con las mujeres cuando éstas no se venden y tan sólo se exhiben.
En El caso Galton, Lew Archer conoce a unas cuantas. Hagamos un breve repaso, pues hay de todo, desde la Lolita que juega al pimpón muy excitada ella y en pantaloncito corto, hasta la típica secretaria con el acento felino y que da qué pensar. Y eso sin contar a la amiga de la Lolita, que parece que no ha mudado aún sus dientes de leche y que, cuando asoman por su boca, son como huesos blancos en una herida. Y si seguimos con las figuras, decir también que sale una rubia teñida, una fulana que cuando se arroja sobre la cama su cuerpo adopta la forma de un queso fresco. Uuhmmm. No olvidemos que en todas las novelas que protagoniza Lew Archer las mujeres se exhiben como en el escaparate de un ultramarinos. Sin ir más lejos, hay una mujer que aparece empapada en martini y que resulta ser la esposa de un abogado de los de postín, el mismo que pone en contacto a Lew Archer con otra mujer, moribunda de puro vieja y capaz de arrugar la libido a cualquiera si no fuese por el dinero que carga. Resulta que, a su edad, la anciana quiere congratularse con su hijo, al que no ve desde hace años. La última vez era un joven con vicios de escritor, pero sin pizca de talento, y que firmaba con seudónimo en alguna que otra revista literaria. Se le pelaron los cables y se fue tras una que iba pintarrajeada como una mujer de la calle. Y a todo esto Lew Archer por en medio, sintiendo que esta escena ya ha sucedido antes, rodeado de mujeres fatales, equivocándose de nuevo, envuelto en una trama donde nada es lo que parece, pues ya se sabe: en todas las novelas de Lew Archer siempre pasa lo mismo: aunque salten los casquillos, los besos son de fogueo.
Todo esto ocurre a finales de los años cincuenta, cuando todavía Archer es un hombre de acción y aún no se ha convertido en el güelebraguetas veterano y sesentón de obras posteriores como El martillo azul, también aparecida en esta misma colección con el número 7. Y para finalizar, recordar que Ross MacDonald, con este personaje, rinde tributo a Dashiell Hammett por ese otro Archer, socio de Sam Spade y que muere en el primer acto de El halcón maltés. Y recordar también que Ross MacDonald no era su verdadero nombre, pues en realidad se llamaba Kenneth Millar, siendo su nombre ficticio el que le dará la gloria, quedando para los restos junto a los nombres de Dashiell Hammett y de Raymond Chandler; formando parte del trío de ases de la baraja del hard boiled. Pero más allá de géneros, Ross MacDonald fue un contador de historias, un mentiroso que puso en evidencia los rincones más indecentes del hombre Y lo hizo a golpe de chirlo, marcando figuras sobre la piel de la memoria. O dicho de otra forma: sirviendo el crimen fresco y en lonchas.
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