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Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA | LECTURA

La memoria huele a linimento

Manuel Vicent

La canción que sonaba en el pantalán de madera, antes de embarcar rumbo a Kylini, me llevó al olor a linimento de aquellos días de la juventud cuando uno de mis placeres consistía en lamerme el sudor que me bajaba por la frente, me cegaba los ojos y se detenía en los labios después de dos horas de gimnasio. Hubo un tiempo en que quise ser atleta. Ejecutaba por la mañana varios sprints agonizantes en el campus universitario, hacía pesas, me colgaba de las anillas tratando de emular a Cristo Crucificado y cada día contrastaba en el espejo la intensidad con que los músculos se iban marcando bajo mi sudada camiseta de Marlon Brando, versión huertana. En el vapor de la ducha colectiva se agitaban las sombras de los cuerpos de otros gimnastas y yo entonces imaginaba que el deporte era una función mística que me unía a una minoría selecta bajo la especie de la fortaleza, de la belleza y de la salud como un don divino. Después de la ducha me fumaba un cigarrillo Lucky Strike con todas las células abiertas para recibir la nicotina hasta el fondo del alma, que entonces no era pecado, y luego me iba a buscar a la chica de la que estaba enamorado para llevarla a bailar bajo un emparrado o simplemente a tomar un batido de yogur en la cafetería Kansas. De pronto había sonado aquella canción de Elvis Presley en el bar con velas rojas montado en el pantalán sobre la bahía de Siracusa y me sentí llorar dentro de aquel lejano cuerpo que se ahogó en el lago de Narciso.

La gran medalla de oro consistía esta vez en lograr que no fuera a saltar todo por los aires
El linimento ya no era sagrado y los atletas no hablaban más que de las pastillas que no daban positivo
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De Siracusa a Olimpia

La música venía de unos barracones de feria instalados en el paseo del muelle. La gente arremolinada alrededor del tiovivo tenía un diseño de los años cincuenta, que también me llevaba a la glorieta de Valencia donde solía tomar el tranvía azul de las Arenas con pantalón de mil rayas y camisa blanca de tergal. En aquella época yo me sabía hasta el último detalle todas las hazañas de los campeones olímpicos, a los que consideraba no sólo superhombres sino paradigmas de una santidad laica, de una moral sin culpa, una victoria del espíritu que había aprendido leyendo las nupcias con el verano de Albert Camus. El escritor se refería a aquel calor de Orán que borraba el perfil de las cosas; era el mismo cielo harinoso de la canícula de Valencia y este aire de higuera caliente que ahora respiraba en Siracusa los que me hacían sentir los latidos que daba la tierra en mis muslos hasta anular los límites del alma.

Entonces pertenecía a mi mitología el negro Jesse Owens, que consiguió cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, por lo que su victoria supuso de afrenta a la raza aria en pleno nazismo, que obligó a Hitler a abandonar el palco lleno de ira. Pero en mi época juvenil fueron mis héroes el checo Zatopek, en los Juegos de Helsinki de 1952 y Paavo Nurmi, al que llamaban el finlandés volador; recordaba a Boby Morrow, el último velocista blanco que Norteamérica llevó a una competición olímpica, en Melbourne en 1956, y allí triunfó el boxeador Laszlo Paap; en los Juegos de Roma de 1960 fue el etíope Abebe Bikila, que corría descalzo el Maratón y todas las pruebas de fondo quien se apoderó de toda mi imaginación cuando llegó vencedor a la meta instalada bajo el arco de Constantino. Con el linimento sudado se liberan las toxinas y todas las culpas del sexo, me decía el entrenador físico al que consideraba realmente mi director espiritual, pero fue apagarse la estrella de Abebe Bikila y entrar yo en la molicie.

Hubo un tiempo en que ser joven era viajar a Grecia, aunque uno no se moviera de casa. Bastaba con imaginarse feliz. Grecia sólo era una pauta de la mente. Ahora contemplaba la bahía de Siracusa a punto de embarcar hacia el Peloponeso. La puesta de sol la había llenado de un oro que se licuaba sobre las manchas iridiscentes del aceite pesado de los barcos y sabía que con aquel oro se podían fabricar innumerables medallas. Ninguna la merecía ahora, porque un buen día dejé de someter el cuerpo a cien flexiones diarias y comencé a entregarle todo el placer que me pedía del corazón abajo. Desde entonces he vivido en un estado de enemistad profunda con él, hasta el punto que somos dos en perpetua lucha y esa tortura es ahora mi única gimnasia. Finalmente mi cuerpo ha ganado la batalla, puesto que me obliga a afeitarme a oscuras o a lo sumo al amparo de una vela turbia.

En este momento de melancolía frente a la bahía de oro me vino a visitar el vino dulce de algunas palabras inconexas que recordaba de Píndaro: "... tú que eres fiel compañero de las musas de rubia cabellera... ¡pídeles que yo recuerde siempre Siracusa y Ortigia...! ¡pídeles que el tiempo con su paso no perturbe mi gozo...!". Me quedé en aquel pantalán de madera hasta que se cerró la noche y salió la luna musulmana con Venus colgada del lóbulo de su oreja como un pendiente.

Entonces recordé mi primer viaje a Grecia . El pequeño oleaje que hacía balancear la mesa iluminada por una vela roja hizo que la sombra de mi cuerpo se proyectara sobre el serrín del bar Neon, en la plaza de Omonias, en Atenas, donde un limpiabotas reinaba en medio de un espesor humano compuesto de tratantes, vendedores de muñecas de plástico, popes corpulentos, ciegos cantores de lotería, señores de barriga con tres oleadas de carne y el restos de las cosas también era grumoso en aquel local destartalado. Entonces creía que las calles de Atenas estaban llenas de Apolos de nariz recta y rizos dorados, yo era todavía inocente, pero muy pronto comencé a concebir que la vida arrastra un légamo de limón podrido que alimenta no sólo a los peces oscuros sino a las almas más azules.

En aquel viaje fui a dar en el gran mercado de la carne en la calle Athinas y allí vi al dios Dioniso bajo la forma de un convulso carnicero con delantal de hule descuartizando un buey con el hacha y al preguntarle qué camino debía tomar para la Acrópolis salió a la calle y me señaló el Partenón con el dedo ensangrentado. Había un tráfico infernal de abrazos sudados, de gentes que se arrojaban unas contra otras en las aceras y yo atravesaba aquel bullicio llevando aún en la mente las lecturas de los líricos y presocráticos, pero a mi alrededor todo era pastoso de popes y prostitutas, de gritos de buhoneros, en medio de un descalabro de fachadas sucias, bajo infinitos cables que enmarañaban el cielo de la Ática.

Ese camino hacía la Acrópolis de Atenas no era muy distinto del que yo seguía por la avenida del Puerto, en Valencia, para llegar hasta la playa de la Malvarrosa , donde había un Partenón pintado de azulete. En la piscina del balneario de las Arenas celebraba mi particular mito de Sísifo: subía mi cuerpo con bañador de cordoncillo hasta el último trampolín y allí extasiado comprendía el absurdo de la ascensión, puesto que la chica de la que estaba enamorado no me miraba desde la grada y entonces me derrumbaba hacia el fondo del agua para volver a cargarme a mí mismo hasta la cima sin comprender que aquel esfuerzo era una condena. Entonces ya había abandonado el atletismo. Sólo me sustentaba con la vanidad de ser joven y de pronto, en aquel viaje a Grecia, cuando buscando el Partenón me perdí en un laberinto de carnicerías, donde el espacio estaba iluminado por la luz que emitían los cerdos abiertos en carne viva y con las luminarias de corderos desollados pendientes de garfios, llegué a comprender que la orgía contiene una pureza extrema porque es la antesala de la muerte y que tan atroz era el mito como su desmitificación.

Goethe en su viaje a Italia llegó a Sicilia, no recuerdo haber leído que estuviera en Siracusa, pero su ausencia hace que esta ciudad me sea adorable. Goehe estuvo en Castelvedrano, una pequeña ciudad del interior de la isla donde se hospedó ya de noche en una humilde pensión. Rendido por el cansancio durmió hasta la salida del sol y durante el desayuno, antes de partir, dijo haber soñado que unas estrellas pasaban por el techo de la habitación. Si yo hubiera sido el dueño del establecimiento le hubiera dejado con ese recuerdo feliz, pero el ventero le dijo la verdad. Realmente no había soñado. El techo de la habitación tenía un gran agujero por donde había visto pasar las estrellas cuando aún no se había dormido. Soñar en Olimpia es conocerla. Goethe descubrió Grecia sin llegar a ella. Los poetas Keats y Schelley murieron en el camino soñándola. Lord Byron y Chateaubriand la alcanzaron y al conquistarla no hallaran nada que no estuviera antes en su memoria.

Cuando embarqué con unos amigos desde Siracusa a Kylini, a otro lado del Jónico, era casi medianoche y el velero zarpó bajo el sonido todavía de las canciones que salían de los barracones de feria a lo largo del muelle y sus melodías de antiguos boleros nos acompañaron hasta que fueron sustituidas por el sonido de las olas golpeando las amuras del barco. Tumbado en cubierta me puse a mirar la geometría del firmamento y pronto descubrí sobre mi rostro el Triángulo de Verano, con la estrella Altair en el vértice que apuntaba hacia el Poloponeso. Ignoro cuantas veces en mi vida he realizado este mismo viaje. En el álgebra de las constelaciones estaban todos los deseos que no pude cumplir en la tierra. Incluso descubrí en ellas a algunas personas tomándose un whisky.

Al amanecer hubo delfines. Alguien en el barco puso la Séptima de Beethoven mientras el mar iba sustituyendo el color de plata vieja por el del vino rosado y los delfines ya daban saltos soleados con sus lomos de aceite. Los delfines no duermen porque están obligados a respirar, pero también sueñan. Fue una larga travesía de tres singladuras a mar abierto y cuando llegué al pequeño puerto de Kylini había un bar con una parra y entre los retales de sol que filtraban sus hojas me encontré a mí mismo que ya había llegado hace tiempo. Estaba jugando al dominó con unos pescadores silenciosos que no habían dicho palabra desde que los abandonó Sócrates.

Para llegar hasta Olimpia había que tomar el camino de Pyrgos. Las ruinas se hallaban a 60 kilómetros de distancia desde la costa entre montañas llenas de piteras y alacranes. Aquello ya era Esparta, donde antiguamente a los cuerpos que no nacían perfectos los arrojaban al barranco. No me encontraba en situación de desafíar el destino. Ya era más partidario de ser imperfecto, mortal y feliz dentro de la sábana. Mis amigos me animaron a que dejara la partida y siguiera viaje con ellos hasta las ruinas de Olimpia.

-No voy. Allí no queda nada -les dije.

-¿Has ido ya al cuarto de baño?

-Ya.

-Anda, vamos. Están anunciando ya la salida.

En ese momento el altavoz decía que los pasajeros con destino a Roma tenían que embarcar por la puerta tres. Estaba en el aeropuerto de Catania arrastrando la maleta y Siracusa había quedado atrás. El avión estuvo detenido en la cabecera de la pista durante media hora hasta que el piloto dio el aviso para que el personal de abordo subiera las rampas de cola.

-¿Qué ha dicho? ¿Que somos los últimos de la cola? -pregunté medio dormido.

-No seas tan pesimista -contestaron los amigos.

Realmente yo estaba aún en aquel puerto del Peloponeso que no era distinto del puerto de Denia, que también era Siracusa. Al llegar a casa me enteré de que se estaban celebrando realmente unos Juegos Olímpicos en Grecia y que en los vestuarios el linimento ya no era una sustancia sagrada. Ahora los atletas no hablaban más que de las últimas pastillas que enmascaraban la química y no daban positivo. Todo el mundo iba detrás del éxito. Un ejército formidable de aviones, tanques y miles de soldados y polícías vigilaban el espacio aéreo y terrestre. Dentro de esa campana neumática se había establecido una paz olímpica rodeada de scaners y metralletas. La gran medalla de oro consistía esta vez en lograr que no fuera a saltar todo por los aires, de forma que la dinamita se apoderara de la gloria de los dioses.

Cariátides que sostienen el Templo del Erecteión, en la Acrópolis de Atenas.
Cariátides que sostienen el Templo del Erecteión, en la Acrópolis de Atenas.LEFTERIS PITARAKIS (AP)
el etíope Abebe Bikila, en los Juegos de Roma de 1960.
el etíope Abebe Bikila, en los Juegos de Roma de 1960.AP/ AFP

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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