En busca de las letras
Existe una constante dialéctica que atraviesa de principio a fin toda la obra finalmente literaria de Juan Pedro Quiñonero, que oscila siempre entre varios géneros -periodismo, crítica artística y literaria, ensayo, novela y memorialismo- y que ahora publica con este su duodécimo y mejor libro, en una carrera oscilante, tan repleta de lagunas como de vacilaciones y con más interrupciones de lo debido. Y esa constante no es otra que la dialéctica entre el exilio y el reino, entre su tierra, calificada como un país autodestruido por su cainismo, y el exilio o destierro en el que ha transcurrido casi toda su existencia, entre la Ítaca de sus sueños, que siempre le ha obsesionado, como un paraíso para volver y vivir, y la felicidad subsidiaria y fugitiva que le ha dado su vocación total, la de la cultura y la escritura, que ha dominado su vida.
RETRATO DEL ARTISTA EN EL DESTIERRO
Juan Pedro Quiñonero
Edicions Cort
Palma de Mallorca, 2004
440 páginas. 12 euros
Así las cosas, como testigo cercano y hasta compañero a veces en sus andanzas profesionales, debo hacer alguna puntualización a esta doble constante que el artista Quiñonero nos presenta de principio a fin, pues éste es un libro que si no es de memorias propiamente dicho, aparece como el resumen de una memoria personal de primera magnitud, por el que desfilan (o desfilamos) como en una tumultuosa y desordenada cinta cinematográfica grandes y pequeños personajes de la historia y la cultura de hoy mismo y de todos los tiempos, merced a sus continuas y apasionadas lecturas.
Lo más emocionante en mi opinión, es su introducción, la magistral evocación de sus orígenes familiares centrados en un comercio de su localidad natal de Totana (Murcia), propiedad de su familia, que se conocía por el viejo nombre de La Tercena, ya desaparecido junto con el viejo barrio donde se situaba, que el memorialista describe como si fuera su "Casa Usher" (la del célebre cuento de Poe) personal. Soñando con un medieval "caballero Quiñonero", compañero del Cid, se centra en la descripción del monopolio estatal de distribución de tabaco al por mayor que consiguió su abuelo, y con ello el bienestar de una familia que llegó tras los vaivenes legales y comerciales correspondientes hasta el final de la Guerra Civil, en la que sus padres -anarquistas derrotados- padecieron la cárcel, las condenas y los correspondientes y sucesivos exilios regionales. Con la decadencia y caída de su casa Usher y sus padres condenados a una vida de supervivencia como maestros de las escuelas anarquistas y diversos empleos rurales, un joven Quiñonero casi autodidacta llegó a Madrid a mediados de los sesenta con un pequeño empleo (recomendado por Pemán), consiguiendo abrirse paso como periodista cultural en el desaparecido diario Informaciones, de la mano de Jesús y Víctor de la Serna, Juan Luis Cebrián, Pablo Corbalán y un servidor, al que al final sustituyó tanto en Informaciones de las Artes y las Letras como en la corresponsalía en París del citado diario a partir de 1977, que fue cuando de verdad empezó lo que llama su "destierro", pero que no lo era del todo, pues se trataba de un simple empleo en el exterior, de lo que sigue viviendo hasta hoy (en Abc, donde nos juntamos durante un decenio).
En realidad, el memorialista no sigue aquí la cronología en un sentido estricto, sino que se deja mecer por sus recuerdos de personajes, ambientes, trabajos y lecturas, va mezclándolo todo, lo agita sin parar con la guía que le proporcionan los vaivenes de sus experiencias, siempre bajo la férula de un anarquismo bastante férreo, lo que le conduce a un anticomunismo total, y a primar siempre lo individual sobre lo colectivo. Acusa a su país de cainismo (¿) en medio de viajes incesantes, de Los Ángeles a Nueva York, de Pamplona a Nueva York, pero como si nunca hubiera salido de su ámbito familiar.
Desde sus primeros libros
bastante vanguardistas -los ensayos de Proust y la revolución o Baroja, surrealismo, terror y transgresión, tan desordenados ellos- o dos novelas como Ruinas y Los escritos de V. N., que pese al gran premio entonces conseguido con la última tampoco le rescataron del todo. La gran mutación fue un ensayo de historia universal reciente, mientras De la inexistencia de España fue su descubrimiento entusiasta de la pluralidad de su país, de las culturas y mestizajes que encierra y de sus autonomías siempre tan irredentas, que se convirtió a todas indiscriminadamente. Recopiló sus crónicas y críticas periodísticas en Memorial de un fracaso, consiguió otro premio con una novela mítica y abstracta, Anales del alba, y habló de sus viajes y paseos (sobre todo de París) en El misterio de Ítaca, que es como un preludio de estos recuerdos que hoy nos entrega. ¿Y lo del "cainismo"? Habría mucho que hablar de ello en su acusación a Cela de un plagio bastante inane (veinte palabras de un verso ajeno mal traducido) o del infundio indemostrable de un Semprún colaboracionista en Büchenwald, que procede de su propio hermano, lo que muestra que lo del cainismo sigue siendo verdad. Salvo estos apuntes sueltos, el problema del libro no está ahí, sino en la imposibilidad de seguir sus grandes vericuetos teóricos. Aunque al final podremos quedarnos en su principio, en aquella La Tercena hoy inexistente, que tan bien ha recuperado en su memoria para todos nosotros. Eso bien vale el viaje, y leer este libro es un placer.
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