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Columna
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El doctor delfín

Ella no ríe, no habla, no juega, vive en su mundo aparte, y nadie sabe lo que le pasa a la niña, aunque lo que le ocurre tiene un nombre, un nombre con una definición sintomática, sólo una descripción superficial de un mal misterioso. Papá y mamá le han puesto un triquini, una prenda de baño cuyo nombre no está en el diccionario pero existe, y ella lo sabía desde que fue el año pasado a la playa de Sopelana y vio a una chavala rubia de su edad bañándose en triquini, aunque no supo explicárselo a nadie.

Hubo que buscar un traje de baño que le gustase a la nena, porque agarraba un ataque de nervios cuando le iban a poner el del año pasado, que a ella no la entiende ni dios, y a veces hay que hacer virguerías e interpretar sus alaridos hasta averiguar lo que desea.

La niña entra en el agua con su triquini y sus manguitos de color naranja fosforescente, ayudada por una monitora que le dice: "Tu delfín se llama Elsa: es chica", y una aleta gris se acerca. "Acaríciala", le mandan. Mientras la niña pasa su mano por el lomo de aquél pez de sangre caliente, un animal alquilado, el padre que la observa piensa: "Se va a morir del susto, va a empezar a gritar", pero por qué chillar si la piel que toca está suave, si el animal parece sonreír cuando la mira, si el agua está templadita bajo el sol y la espuma le hace cosquillas en la tripa. "Ésta niña es una valiente", dice la monitora, viendo como la pequeña se agarra a la aleta, una vuelta solamente, dos son demasiado, pero una no es suficiente, y vuelta a empezar.

La delfina da un giro sobre sí misma y enseña orgullosa su abultado vientre, y la monitora explica: "¿Ves? Dentro de poco va a ser mamá". La nena abraza a la delfina embarazada, y el animal se detiene en el agua, entornando los ojos con gozo mientras flota panza arriba, moviendo las aletas de gusto a cada caricia.

El padre, oportunamente, saca una foto con su nueva cámara, y, en la fría pantallita digital, obtiene de inmediato una copia plana del encuentro entre niña y delfín: "Parece que lo están pasando bien", le dice a la madre, "se diría que se entienden", añade asombrado. La madre no contesta, ni siquiera mira la pantallita, por qué perder el tiempo sacando fotografías o intentando explicarlo, para ella lo que ocurre en ése preciso instante es algo que está más allá de la medicina, más allá de la cápsula o la pócima.

Por un momento, desearía ser delfín -o, mejor, delfina- pero, viendo reír a la pequeña, le basta con albergar en el alma la íntima certeza de que el juego, tan generosamente prodigado a su hija por otra madre -de otra especie- es una fórmula magistral de amor.

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