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Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA

Los animales atletas

Manuel Vicent

Si los monos actuales fueran capaces de tener aspiraciones humanas, probablemente su primer deseo sería participar en unos Juegos Olímpicos. Imagínese lo que podrían hacer los chimpancés en gimnasia rítmica o atlética, en el potro, en las paralelas. No habría ninguno que no se llevara una medalla de oro, lo más seguro es que las coparan todas usando sólo el rabo, y a la hora de subir al podio tampoco tendrían necesidad de ponerse la mano en el pecho mientras sonaba su himno nacional, porque afortunadamente ningún simio tiene patria. Aunque algunos no lo crean, las monas en la selva ven la televisión y algunas sienten una gran melancolía al imaginar el gran porvenir que tendrían sus hijos en medio de la humanidad si los dejaran ser deportistas profesionales. Todos serían millonarios.

Al dios olímpico se le hacían sacrificios con toda clase de animales antes de iniciarse los Juegos
Los nadadores son los atletas que más se parecen a hermosas figuras del reino animal
Cualquier felino de tercera clase ganaría todas las pruebas de velocidad en los Juegos de Atenas
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De Siracusa a Olimpia

Con los clavos de la zapatilla apoyados en el taco de salida, ocho velocistas agazapados con las manos en el suelo están a punto de disputar la prueba de los cien metros lisos. Son siete campeones mundiales y un gatopardo. Sus músculos tiemblan esperando que se produzca la señal. Cuando suena el disparo la esencia de la carrera consiste en poner el cuerpo en brazos del dios Cronos, el inventor del cronómetro, para que les conceda esa décima de segundo detrás de la cual hallarán la gloria o la nada. Los siete atletas humanos, que corren agónicamente cada uno por su calle, se ven sobrepasados por una ráfaga de animal. El gatopardo llega a la meta con un vuelo muscular cuando sus competidores apenas han dado las primeras zancadas. Cualquier felino de tercera clase ganaría todas las pruebas de velocidad en los juegos de Atenas y no experimentaría la más mínima sensación de orgullo si sonara un himno y se izaría una bandera. Una medalla de oro colgada del cuello de una pantera sería otra de sus manchas, no la más importante.

De todos los atletas que participan en los Juegos Olímpicos, los que más se parecen a hermosas figuras del reino animal son los nadadores. Su cuerpo acaba por hacerse redondo después de las cinco horas diarias de piscina y de pesas en el gimnasio, su piel exuda la misma grasa deslizante de los tiburones y a los más dotados Neptuno les hace brotar una aleta dorsal de la espina como regalo. Si no las cubrieran con gorros elásticos algunos privilegiados podrían nadar ya con las orejas como aletas laterales, pero nunca alcanzarían la rapidez que desarrolla un atún mediano detrás de la carnaza.

En los Juegos Olímpicos los animales harían hoy el mismo papel que en el inicio desempeñaron los dioses, que fueron los primeros campeones. A Cronos, dios del Tiempo, le dedicaron el primer templo en Olimpia unos seres de raza dorada, que tal vez llegaron a la Tierra desde otro planeta. Pausanias cuenta que Zeus disputó allí mismo su poder a Cronos y después de vencerlo organizó los juegos. Al principio sólo competían los dioses entre ellos, como en el siglo XIX de nuestra era los aristócratas ingleses, que inventaron todos los deportes de élite, fueron los únicos en practicarlos. Así, Apolo ganó en la carrera a Hermes y en el pugilato a Ares. Durante la prueba de salto de pentatlón había que tocar la flauta pítica, la que sonaba en Delos en honor de Apolo, para recordar que este dios había sido el primero en ganar este trofeo en Olimpia. Cuando los dioses se aburrieron de competir entre sí, se apoltronaron en la cima del monte como los directivos de un equipo se repantingan en el palco de honor, dejando los juegos en manos de los héroes, que ya tenían pasiones humanas. Heracles trajo el olivo silvestre, el Callistephanos elaia, desde un país que estaba más allá del viento bóreas y lo trasplantó en el sagrado bosque de Altis, donde se construyó la primera ciudad deportiva de la historia entre innumerables templos dedicados a los espónsores divinos de cada especialidad atlética, Hera, Demeter, Tetis, que equivalían a las casas comerciales que hoy patrocinan marcas de zapatillas, de raquetas, de pértigas, de camisetas o de sudaderas. Sólo los animales podrían estar a la altura de aquellos atletas divinos, los únicos que practicaban el amateurismo de verdad y no tenían necesidad de drogarse, aunque algo haría en su sangre el fuerte olor a resina de los pinos del bosque sagrado.

A lo largo de los 1200 años que duraron los antiguos juegos olímpicos las únicas medallas eran esas hojas de acebuche con que los jueces coronaban la frente de los vencedores, pero a esos atletas les levantaban estatuas y algunos alcanzaron la mitología: uno de ellos fue Ligdamis de Siracusa, que ganó el primer pancracio en la octava olimpiada. Los habitantes de esta ciudad abrieron una puerta nueva en la muralla para que este héroe fuera el primero en entrar por ella al regresar de Olimpia. Ahora en ese punto de la muralla, que ya no existe, hay un bar con una terraza ideal para tomar un zumo de pomelo, unas tostadas con aceite de oliva siciliano y un café suave mirando el mar Jónico, que a esta hora de la mañana ya ha perdido los dedos de rosa.

Este cuarto día quise darme un paseo por las ruinas de Siracusa, y cuando fui a pagar, supe que ese lugar donde desayunaba no sólo era famoso por haber recibido al atleta Ligdamis, sino por otra carrera que realizó en esta calle un científico genial.

-Por esta misma calle pasó corriendo Arquímedes desnudo -me dijo el camarero.

-Pasaría chorreando agua, imagino -comenté.

-Ah, ¿de modo que también lo sabe?

-Sé que estaba en la bañera cuando descubrió que su cuerpo sumergido experimentaba un impulso hacia arriba proporcional al peso del líquido que desplazaba. ¿Es así?

-Explicar el principio de Arquímedes a los turistas entra en mi sueldo -dijo el camarero.

-¿Pasó por aquí gritando eureka, eureka?

-Así es. Por eso hemos dado ese nombre a este bar.

-¿Y dónde terminó de correr?

- En la plaza del Duomo, donde está la catedral de santa Lucía, patrona de Siracusa. ¿Conoce la bonita historia de santa Lucía?

El camarero me quiso contar el milagro de esta santa cristiana, pero en ese momento yo sólo estaba interesado en las convulsiones de los dioses clásicos.

-Me la cuenta otro día.

-Mañana, mientras toma las tostadas.

Cuando Zeus se apoderó definitivamente de la presidencia del Primer Comité Olímpico, el arquitecto Libón de Elide, en el siglo V antes de Cristo, levantó en su honor un templo de orden dórico con seis columnas de fachada y trece a los lados, el mayor de todo el Peloponeso. Las esculturas de su decoración eran de mármol de Paros y en la cella se encontraba su famosa figura sentada de Zeus, de doce metros de altura, toda de oro y marfil, una de las maravillas del mundo antiguo. Llevaba un cetro en la mano derecha y una Nike alada en la izquierda. Bajo sus pies se podía leer esta inscripción: "Fidias, hijo de Cármides, me hizo".

Fidias comenzó a trabajar en la estatua en el año 440 antes de Cristo con una técnica propia desarrollada en su taller de Olimpia, que se hallaba frente al templo de Zeus y que tenía sus mismas dimensiones, puesto que el artista se consideraba de la misma categoría que el dios. Fidias elaboró la estatua a la medida de su ambición, de modo que apenas podía entrar en el templo cuando la terminó. Si Zeus se hubiera levantado del trono habría roto el techo, pero durante su construcción se produjo un hecho humano que quebrantó toda la armonía estética. Fidias fue acusado de quedarse con parte del oro que se le entregó para su trabajo. Juzgado y condenado, su acción se convirtió en el paradigma del debate de la moral frente a la belleza.

Con el mismo espíritu de las competiciones deportivas, los griegos también establecían concursos entre dramaturgos. Los vencedores eran igualmente aclamados y coronados como los atletas. El trágico Esquilo, el más antiguo de los clásicos, hijo de un rico terrateniente de Eleusis, siendo todavía un adolescente participó en la batalla de Maratón, pero no fue él, sino el soldado Feidípedes, quien recorrió con la lengua seca, en dos horas, los 40 kilómetros que separan esa bahía y la ciudad de Atenas para notificar que los persas habían sido derrotados. Esquilo se limitó a escribir una tragedia titulada Los persas y con ella ganó la primera competición literaria. Esa obra se estrenó en el teatro griego de Siracusa, donde el dramaturgo se había establecido en el 472, llamado por Ierón a su corte para salvarlo del juicio que le fue montado por haber revelado alguno de esos secretos de Eleusis, que era un centro de culto de ritos mistéricos. Esquilo impune a sus tragedias este aliento religioso y ahora sobre el teatro griego de Siracusa aún parecían flotar en la brisa de pinos los lamentos del coro de los persas vencidos cuando me paseaba por las ruinas.

Al dios olímpico se le hacían sacrificios con toda clase de animales antes de iniciarse los juegos, nunca de aquellos animales que fueran más altos, más veloces y más fuertes que los dioses. En el altar solían quedar restos de carne abrasada y los milanos nunca los arrebataban con el pico pasando sobre esas ofrendas en vuelo rasante, pese a ser las aves más rapaces. Si un milano se llevaba una víscera se creaba un mal augurio y el atleta que había encargado el sacrificio podía darse por derrotado. Lo mismo sucedía con las competiciones literarias. En este caso era Apolo el dios que recibía las ofrendas, que debían ser quemadas con leña de álamos blancos a cambio de inspiración. Heracles trajo a Grecia este árbol de un país lejano desde la ribera del río Aqueronte y ya se sabe que cada río alimenta una clase determinada de hierbas y de plantas.

Pocas sensaciones hay más placenteras en este mundo que pasearse entre ruinas de la Grecia antigua bajo una brisa perfumada por la sombra de los pinos. En la neópolis de Siracusa están las latomías más profundas de la ciudad. De ellas se extrajo la piedra calcárea para construir uno de los mayores teatros de la antigüedad, también el altar de Ierón donde se sacrificaban hecatombes y el anfiteatro romano que era la palestra para la lucha entre animales, batallas navales y carreras de cuádrigas. En la profundidad de la latomía de Santa Venera crece un ficus de 400 años, de modo que el templo arrancado de esta piedra había sido sustituido por este templo vegetal. Allí mismo, antes de penetrar en la maravillosa cueva llamada la Oreja de Dionisio, tuve la percepción del moderno mito de la caverna. Esta mina de piedra había adoptado la espiral que forma un oído en su interior iluminado por un ojo de luz cenital que provenía del exterior. Tenía una sonoridad milagrosa, de forma que cualquier susurro era elevado por esta trompa y podía oírse con absoluta perfección desde el bosque superior. Esta cueva sirvió de cárcel y allí arriba el tirano Dionisio escuchaba las conversaciones de los traidores y los preparativos de cualquier sedición. Platón estuvo encerrado en esta profunda oreja de piedra y no sé qué tipo de verdades absolutas oiría de boca de sus compañeros cautivos ni las sombras irreales que vislumbraría en las paredes oscuras. El mito moderno de la caverna de Platón lo descubrí al abandonar la Oreja de Dionisio. Me había sentado a tomar una cerveza en el bar de las ruinas y allí había un televisor en cuya pantalla aparecían sucesivas figuras de atletas actuales, preparándose para los Juegos Olímpicos de Atenas, en todas sus modalidades atléticas. Había hombres y mujeres, de cualquier color y lugar del mundo. Tuve la sensación de que sólo eran sombras. Ciertamente, los modelos únicos de campeón existían en la realidad, pero habitaban en el cielo de los prototipos, como las ideas sintéticas a priori de Platón. Me concentré un poco más en la pantalla y ya no pude distinguir si aquellas figuras que saltaban, corrían, lanzaban jabalinas y discos eran dioses o animales increíbles o una figura intermedia que pertenecía a la raza de los seres dorados.

De pronto recordé que Fidias, el artista más excelso de la historia, había sido condenado por ladrón y que Esquilo, el primer trágico de todos los tiempos, fue llevado también a juicio por quebrantar un misterio de Eleusis, que era el tabú más sagrado. De la misma forma imaginé que aquellas sombras de atletas gloriosos que se aparecían en la pantalla estaban llenas de sustancias químicas y que gracias a ellas movían los músculos. Quedaban sólo los dioses y ciertos animales para competir en los juegos olímpicos sin manchar la belleza, pero hoy no hay un dios que no tenga la nariz partida y el sexo roto. Todas las estatuas de Apolo sin sexo ya son funerarias. ¿Dónde estaban los monos, los tiburones, los gatopardos? Me acerqué al teatro griego de Siracusa y en la escena leí un fragmento de la tragedia Los persas, de Esquilo: "Del engaño de los dioses, ¿quién conseguirá escapar? ¿Quién con su pie ligero podrá huir de ellos en salto afortunado?". Pensé que sólo los monos atletas, los tiburones y los guepardos podrían hacerlo mediante su misteriosa sacralidad.

<i>Hermes, atándose una sandalia. </i> Copia romana en mármol de finales del siglo IV. Museo del Louvre.
Hermes, atándose una sandalia. Copia romana en mármol de finales del siglo IV. Museo del Louvre.
Las zapatillas del atleta Michael Johnson, enfocadas en la posición de salida, durante la carrera semifinal clasificatoria de los 400 metros de los Juegos Olímpicos de Sydney, en 2000.
Las zapatillas del atleta Michael Johnson, enfocadas en la posición de salida, durante la carrera semifinal clasificatoria de los 400 metros de los Juegos Olímpicos de Sydney, en 2000.EPA

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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