El político del futuro
Luego de seis meses de vivir en Roma, la política italiana me sigue pareciendo un laberinto. Durante demasiado tiempo Italia se acostumbró a cambiar de un gobierno a otro a la menor provocación, sin que ello alterase el ordenado desorden que domina la vida administrativa del país, de modo que tanto las instituciones como los ciudadanos optaron por no concederle gran importancia a las maniobras de sus dirigentes; salvo en los casos donde la corrupción se tornaba francamente escandalosa, éstos prefirieron mantenerse lo más lejos posible de los pactos y componendas tramados en su nombre. Pero el descrédito de la clase política y de los partidos -en especial la Democracia Cristiana- llegó a ser tan apabullante que al final terminó por devorar la credibilidad de todo el sistema. Si a ello se suma la secular división tanto de la derecha como de la izquierda, diseminadas en un sinfín de corrientes incapaces de gobernar por sí solas, el escenario no puede resultar más confuso. Y quizás sea esta confusión la que mejor explica el surgimiento de una figura como la de Silvio Berlusconi, uno de los presidentes del Consejo de Ministros que, a pesar de sus errores y caprichos, más tiempo ha logrado permanecer en su cargo.
La mayor parte de los intelectuales italianos no comprende cómo un personaje tan atrabiliario como Berlusconi -por otra parte, el hombre más rico de Italia- ha logrado esquivar tantas tormentas y conservarse en el poder. Sin embargo, si bien en las últimas elecciones europeas sus resultados fueron a la baja, lo cierto es que casi la mitad de la población respalda su Gobierno. Hace apenas unos días, Berlusconi volvió a salir adelante en una nueva prueba de fuerza, esta vez frente a otros miembros en pugna al interior de su propia coalición, la Casa de las Libertades. ¿Cómo es posible que Berlusconi sobreviva una y otra vez? ¿Cómo ha logrado escamotear las acusaciones de corrupción, el odio de la izquierda, la rivalidad de sus propios compañeros y el descrédito que su Gobierno ha alcanzado en Europa? ¿Por qué Il Cavaliere se sostiene a pesar de todo?
A diferencia de otros de los líderes conservadores o reaccionarios que han surgido en Europa en los últimos años -y cuyo prototipo sería José María Aznar-, Berlusconi encarna un personaje distinto; si ha logrado imponerse a los electores y ha conservado uno de los emporios de telecomunicación más grandes del mundo, no sólo se debe a su habilidad para la manipulación, sino a que ha conseguido erosionar completamente las fronteras entre lo público y lo privado. Berlusconi preserva la tradición marrullera propia de numerosos gobernantes italianos desde la Edad Media, posee un talento innato para la escena -sus discursos podrían haber sido escritos por Goldoni- y una habilidad particular para dividir a sus adversarios, pero su verdadero talento radica en haber desarrollado un nuevo tipo de personaje político, el político del futuro.
Desde luego, Berlusconi no es el primer empresario que llega al poder -en Estados Unidos hay sobrados ejemplos-, pero sí ha sido el primero que, en vez de separar sus dos esferas de actividad, ocultando sus negocios del escrutinio público, ha decidido conservar una personalidad doble, dirigiendo los destinos de sus ciudadanos tanto a través de los recursos del Estado como por medio de su conglomerado audiovisual. Berlusconi no es un empresario cualquiera: su fortuna se centra justo en ese delicado terreno donde lo público y lo privado se entrecruzan; es dueño de canales de televisión y radio, de periódicos, revistas y editoriales -en algunos casos, de enorme prestigio- y, como no podía ser menos, de un emblemático club de fútbol, el Milan. Como ocurría en la antigua Roma, el premier al mismo tiempo administra el país y se encarga de divertir a sus electores, ofreciéndoles, si no pan, al menos circo.
En un país donde el Gobierno se halla tan limitado por el aparato burocrático como Italia, Berlusconi ha alcanzado un poder inimaginable, derivado de los infinitos tentáculos con los cuales se inmiscuye en la vida privada de la sociedad. Sin necesidad de leer a Debord, Il Cavaliere sabe que la única manera de gobernar sin trabas en una sociedad democrática es haciendo uso del espectáculo, influyendo en las decisiones de los ciudadanos a través de los medios. De allí que, tras una de sus más largas batallas, haya conseguido esquivar la ley sobre incompatibilidad; en contra de los deseos de la oposición, la iniciativa aprobada hace unos días le permitirá conservar la propiedad de su conglomerado mediático, siempre y cuando no intervenga de modo directo en su gestión.
Al estudiar la figura de Berlusconi, muchos analistas han querido ver una nueva forma de fascismo. La comparación es cierta en alguna medida: igual que Mussolini, Berlusconi se ve a sí mismo -y se presenta en sociedad- como el ciudadano ejemplar que, oponiéndose a la corrupta clase política tradicional, ha logrado prosperar sin olvidarse de las necesidades y anhelos de la "gente común". Cada vez que se ve acosado por un nuevo escándalo y cada vez que es criticado por sus adversarios -por ejemplo, tras la desastrosa presidencia italiana de la Unión Europea-, él insiste en mostrarse como el defensor de la clase media, del ciudadano de a pie. Y es en nombre de esta figura inexistente -de este estereotipo inventado por las encuestas- que Berlusconi impone su voluntad en toda clase de asuntos. Il Cavaliere no es un derechista fanático, como Aznar, sino el típico representante de la mentalidad populista, insatisfecha con el Gobierno de su país, que se decide a dirigirlo por su cuenta.
Por paradójico que suene, Berlusconi pertenece a la misma familia de Hugo Chávez. "Los políticos profesionales no sirven para nada", afirman constantemente ambos líderes; "en cambio, nosotros, la gente común, podemos resolver los problemas de todos". Y entonces poco importa saltarse las directivas de la Unión Europea, burlarse de los jueces o provocar escándalos de todo tipo para desviar la atención de los asuntos en verdad importantes -el desempleo, la inmigración o el declive de la economía-: lo que rige ya no es la razón de Estado, demasiado obvia e irrelevante, sino la razón de la gente normal, esta especie de fe en la empresa privada que se ha convertido en la justificación perfecta del nuevo autoritarismo.
Pero lo más grave es que, pese a las caricaturas que se hacen de él, hasta ahora el ejemplo de Berlusconi ha sido exitoso. La anulación de los límites entre lo público y lo privado, así como la idea de que es posible gobernar un país como una empresa multinacional, no hace sino ganar adeptos día a día. En una medida semejante, los ex empresarios George W. Bush y Dick Cheney siguen un camino paralelo, aunque todavía frenados por la legalidad estadounidense. Al igual que Berlusconi, ambos se han aprovechado de sus conexiones empresariales para llegar al poder y, desde su posición de mando, se han preocupado por corresponder a estos apoyos, pero todavía al margen de la luz pública. Sólo Berlusconi se enorgullece de tener lo mejor de los dos mundos -mejor aún: de suprimir la diferencia entre los dos mundos-, decidido a conservar su doble poder por mucho tiempo. Su ejemplo, semejante a un virus incrustado en nuestro sistema, ha comenzado a propagarse y constituye uno de los mayores desafíos de la democracia moderna.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
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