La risa feroz de un bocacosida
Aquí el asesino es el policía, el inspector Brandao, gafas de sol, musculación gimnástica, banda sonora de James Bond en el móvil, pereza de investigaciones nocturnas, por los bares, con un objetivo, la calidad del whisky. Los detectives de novela tienen sus rarezas, tocan el violín o coleccionan orquídeas o son belgas en Londres, o curas, y Brandao ama el latín, amigo de las lenguas muertas, y lleva tres asesinatos cuando lo conocemos: mata prostitutas viejas, rubias químicas y gordas, vacas o ballenas, dice Brandao, que nos cuenta alegremente sus aventuras criminales. Las mata a puntapiés y puñetazos, aunque les corte el cuello post mortem. El periodista cultural José Prata, portugués, ha inventado a Brandao, el héroe de Los cojos bailan solos (Os coxos dançam sozinhos, 2002), dentro de una honrosa tradición de detectives repugnantes, sádicos y brutalmente divertidos como los clásicos Lemmy Caution y Mike Hammer. Brandao, asesino psicópata, asume además valientemente la misión de investigar sus propios crímenes, igual que el sheriff Nick Corey, la gran creación de Jim Thompson en 1.280 almas.
LOS COJOS BAILAN SOLOS
José Prata
Traducción de Mario Merlino
Alfaguara. Madrid, 2004
180 páginas. 12,50 euros
Hombre de familia, huérfano de padre, el funcionario Brandao vive con su madre en coma. Lleva tres muertas cuando aparece un nuevo asesino que cultiva los métodos de Brandao, como si fuera su doble, su doppelgänger, digámoslo así. El sosia deja huellas en los charcos de sangre con los mismos tres pares de Nike y los mismos zapatos que usa Brandao para confundir a sus colegas de la Policía Judicial de Lisboa. Pero añade un toque personal: corta las lenguas de las víctimas, una especie de homenaje a la afición lingüística de Brandao, y les cose la boca. Y Brandao siente la irritación del artista plagiado y rectificado, el insulto de una médico forense -belleza glacial de morgue- que distingue entre dos asesinos: un monstruo aficionado, mal estrangulador, torpe degollador que ni siquiera sabe el sitio exacto de la yugular, y un profesional, mucho mejor, seguramente médico, aunque cojo, con una pierna de goma. Con afán de superación, Brandao se compra entonces un manual de anatomía mientras se interroga a sí mismo: ¿quién será el plagiario?
La risa feroz de Prata guarda en el fondo una historia sentimental: la infancia de una pobre criatura, contada en otro tipo de letra, como en esas películas que, cuando recuerda el protagonista, se ponen de otro color o se nublan poéticamente, rememorativamente. Es un niño mirón de niñas, que juega al trenecito con mamá en la cama, pequeño pervertido, y espía el dormitorio de los padres por el ojo de la cerradura. El padre es médico en Mozambique, repulsivo, siempre fuera, menos mal, triste, porque el trabajo, la gente muerta en el hospital, lo pone de mal humor. Y pega con el puño, con el zapato, con el cepillo de la ropa. Cuando está muy enfadado, se da calamorrazos contra las paredes. También le pega a mamá, con la correa, y con la hebilla, como al niño, niño sádico que mata lombrices y gatos.
Creo que la solución del caso Brandao la habrá previsto algún lector antes de llegar al final. Pero no sé si la presentación humorística de la brutalidad y el racismo viril es, por decirlo con solemnidad, un ataque o un chiste eficiente contra el orden constituido y la bestia carcajeante que sirve al orden y la ley.
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