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Reportaje:LOS PROBLEMAS DE LOS INMIGRANTES

Salvados por la llamada perdida

Cruz Roja ha atendido a 1.850 inmigrantes desde que asumió la asistencia humanitaria en Fuerteventura en marzo pasado

El teléfono móvil sólo emite un tono. La pantalla muestra el mensaje "1 llamada perdida". Pasan cinco minutos de la una de una madrugada templada, con 19 grados en la noche oscura, sin luna pero estrellada, del sur de la isla canaria de Fuerteventura. La misma llamada perdida ha sido enviada por la central de la Cruz Roja a sus seis profesionales y 10 voluntarios adscritos al Equipo de Respuesta Inmediata en Emergencias (ERIE). El blindaje electrónico instalado por el Ministerio del Interior en cuatro puntos de la costa este de la isla (Puerto del Rosario, La Entallada, Gran Tarajal y Morro Jable) acaba de detectar un punto que se aproxima. El mensaje por radio enviado por la Guardia Civil a la Cruz Roja en Las Palmas es siempre escueto y ambiguo: "Posible patera, en dos horas llegada estimada a...". En este caso, a Gran Tarajal.

Nada se deja al azar. "Descartamos el té; es diurético y esta gente ya viene deshidratada"
"Me concentro en darles cariño; no pienso qué harán tras los 40 días de retención"
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Cuando los primeros cinco miembros del ERIE han llegado a este puerto (base sur de operaciones de las patrulleras de la Guardia Civil y del Salvamar) se les comunica que la patera navega hacia Gran Valle. Ésta es una de las decenas de calas pedregosas que se distribuyen a lo largo de los casi 150 kilómetros de la costa de Fuerteventura, inaccesible por carretera, casi suicida para los chasis de los todoterreno.

Todo el sistema de atención humanitaria a los inmigrantes a pie de playa descansa sobre las frágiles espaldas de un socorrista, técnico en transporte sanitario y formador de formadores, de 31 años, alto, reflexivo, siempre sonriente, más operativo que hablador, con ese sentido del humor que emparenta a los canarios con los ingleses. Muchos de estos voluntarios son más jóvenes que él, algunos de sólo 17 años. Humberto Rodríguez Armas y cuatro profesionales de Cruz Roja (médico, enfermero, socorrista y patrón) vuelan literalmente esa madrugada por las oscuras, solitarias y rectas carreteras del sur de Fuerteventura. "Controlo bastante", comenta tras la operación. "Hace muchos años aprendí a salvar la vida de los demás sin perder la mía, pero cada noche recuerdo que de mí puede depender que esas personas vivan o mueran si, como esta noche, llegan a una zona de rocas". Su memoria rescata cómo hace poco salvaron a una treintena de inmigrantes de una muerte segura entre los rompientes rocosos de Pozo Negro, mientras sus focos y los de la Guardia Civil les mostraban el camino hasta la cala de Las Arenas. Cuando desembarcaron a salvo, los africanos lloraban, se llevaban una mano al corazón y con la otra bendecían a sus salvadores.

Cuando su pequeña furgoneta llega a la costa de Gran Valle, tras recorrer durante media hora una pista infernal de tierra, no encuentran nada. El GPS de la Guardia Civil había informado erróneamente. La llegada se produjo en una cala anterior, Los James, justo al lado del pueblito pesquero de Las Playitas, a los mismos pies del faro de la Entallada y sus tres haces de luz blanca (un destello, nueve segundos en negro, segundo haz de luz, dos segundos en negro y el tercer destello; así toda la noche), tan familiares a los traficantes de humanos que trasladan su carga hacia la isla desde 1996.

La pista hasta Los James es aún más escabrosa. Hay que dejar los jeeps a varios centenares de metros de donde rompen las olas. Hace frío, pero ha habido mucha suerte. La que diferencia a los que viven de los que no. El frágil bote de madera se ha posado literalmente sobre una plataforma de basalto y los 25 subsaharianos (11 de Gambia, 9 de Malí, 3 de Costa de Marfil y 2 de Sudán) han podido desembarcar a toda prisa. Algunos, aunque descalzos, ya han huido y gritan en la oscuridad para que los rescaten de los riscos. Otros están en tan malas condiciones que no pueden tenerse en pie. Humberto, sus voluntarios y agentes de la Policía Local y Guardia Civil, enfundados en guantes de látex, los cogen en volandas y los llevan tiritando de frío y de miedo, entre las piedras, hasta el improvisado hospital que ha montado el ERIE. "Es la misión más complicada desde que comenzamos en marzo", reconoce el coordinador.

"Lo primero es quitarles la ropa", comenta Silvia Tovar, que con 26 años ya es socorrista acuática, conductora, sanitaria y profesora de piano. "Muchos vienen muy mojados, con hipotermia, muy débiles; los secamos, les damos ropa limpia y seca, los cubrimos con las mantas térmicas y les damos bebida caliente y galletas o bocadillos". Nada se deja al azar y todo funciona de forma fluida. La ropa está apilada en cajas, ordenada por tallas. Cada bolsa llegada desde los almacenes de Cruz Roja en Madrid contiene un chándal, una camiseta, una pieza de ropa interior y calcetines. Los zapatos se distribuyen aparte, por tallas, aunque la horma de los pies africanos es más ancha que la del calzado europeo.

Hasta para la bebida hay una explicación razonable: "Descartamos té, porque, a pesar de ser una bebida a la que están muy acostumbrados, es diurética y esta gente ya nos viene muy deshidratada como para perder más líquido", explica desde Madrid Carlos Ugarte, de Médicos Sin Fronteras, que a principios de año desplegó un ERIE hasta que el Ministerio del Interior y el Gobierno de Canarias financiaran el actual, a cargo de Cruz Roja.

La costa sur de Fuerteventura concentra el 95% del flujo de pateras a Canarias. Sólo en los primeros 20 días de julio habían llegado 16 barcas con 532 africanos (una media de 32 por bote), la mayoría subsaharianos. En los primeros siete meses fueron 3.216, 100 más que el mismo periodo del año pasado (7.213 en total). En 2002, llegaron 7.820, más del doble que en 2001 (3.135). En 2000 habían contabilizado 1.355.

Los preciosos ojos azules y la sonrisa amplia de Silvia Tovar pueden ser lo más bonito que hayan visto muchas de estas personas en meses de tortuosa marcha. Ella recuerda en especial los casos de Favour Colown, la nigeriana que perdió a su bebé y su marido en el naufragio de abril; los de Mercy Alabon y Benedicte John, que parieron la misma madrugada de su llegada en el Hospital Insular, o la carita asustada de muchos bebés que los patrones magrebíes embarcan sin escrúpulos.

"Prefiero no pensar en el después", confiesa. "Me concentro mucho en atenderles lo mejor posible, en darles todo el cariño y el calor que necesitan, pero no pienso en cómo van a vivir en El Matorral [el centro de internamiento ubicado en el antiguo cuartel de La Legión], ni en qué harán después de los 40 días de retención". "Si cargas sobre ti todas esas historias, puedes acabar con problemas mentales serios", añade Rodríguez, tras atender a 1.850 inmigrantes desde marzo.

Al día siguiente llegan más pateras. Es un flujo que no cesa y que se incrementa los meses de julio hasta octubre. "Cuando en septiembre nos lleguen cuatro o cinco a la vez no sé cómo vamos a atenderlos; deberíamos tener dos ERIE, porque 150 son muchos kilómetros de costa que cubrir", reconoce el coordinador. Una patera a las diez de la mañana, otra a las tres de la tarde. A las 5.55 de la madrugada suena una nueva llamada perdida, el código secreto que activa el ERIE. Patera interceptada. La patrullera de la Guardia Civil la lleva al muelle de Morro Jable. "Éste es un crucero de lujo comparado con la mayoría", comenta la voluntaria Erika Castillo, de 27 años. Se trata de una barca de madera de unos siete metros de eslora, rematada con tablones recién lijados, sin pintar, en la que viajaban 34 marroquíes, cada uno con fardos de ropa, teléfonos móviles, tres depósitos de gasoil y varias bolsas de comida. "A los subsaharianos no les dejan embarcar nada y mira cómo llegan éstos", añade su marido, Tony Morín, de 32.

Inmigrantes detenidos en la costa de Fuerteventura, a su llegada al puerto de Gran Tarajal.
Inmigrantes detenidos en la costa de Fuerteventura, a su llegada al puerto de Gran Tarajal.EFE

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