Oportunismos europeos
El proyecto de la primera Constitución Europea no es asunto baladí, aunque haya políticos que lo traten como si lo fuera. Recordando los desastres que el siglo XX trajo a Europa, incluso a los descreídos debería parecerles un milagro que, desde hace apenas tres años -si se cuentan los 18 meses de intensos trabajos de la Convención presidida por Valéry Giscard d'Estaing-, se esté debatiendo sobre un proyecto de Constitución, definitivamente aprobado por la Conferencia Intergubernamental el 18 de junio. Después de la firma solemne en Roma el próximo octubre del tratado instituyente de la Constitución, se iniciarán los procesos de ratificación, que seguirán en unos casos la vía parlamentaria y en otros la consulta al cuerpo electoral por referéndum.
El contenido del proyecto respeta el borrador consensuado de la Convención en más del 90% y lo mejora en algunos aspectos, si bien retrocede en determinadas materias al reducir las tomas de decisión por mayoría cualificada, y eso por satisfacer, principalmente, las exigencias de Gran Bretaña. El texto puede considerarse un compendio de los tratados de 50 años de construcción europea, completado con las actuales sensibilidades e inquietudes. El resultado es una muy aceptable Constitución para Europa, que podrá regir la complejidad representada por 30 Estados con su pluralidad interna y la diversidad cultural y lingüística de pueblos que sumarán más de 500 millones de individuos. Cierto que pueden encontrársele lagunas, imprecisiones y puntos rechazables; lo contrario sería una Constitución a la carta, cosa no sólo imposible, sino opuesta a los principios comúnmente aceptados en el constitucionalismo europeo: una Constitución tiene que representar el consenso de la mayoría. Con todo, habrá que explicarla bien para convencer a los oponentes honestos y para contrarrestar la oposición de detractores demagogos y oportunistas.
En los Estados donde ha sido previsto un referéndum los partidarios del rechazo han madrugado, en Gran Bretaña, en Francia, en España, por ejemplo; por no hablar ahora de la frialdad escandinava o del populismo antieuropeo floreciente en Polonia. Tony Blair y Gran Bretaña se la juegan con el referéndum -de ganar el no, además de verse obligado Tony Blair a dimitir, ¿no debería Gran Bretaña negociar de una vez su salida de la Unión? Por lo pronto, los británicos han enviado al Parlamento Europeo a 14 diputados del Partido por la Independencia del Reino Unido que propugna el no a la Constitución, por supuesto, pero también la abolición de la Unión Europea y, en todo caso, la retirada de Gran Bretaña. El líder de los conservadores, Michael Howard, que pasa por partidario de la Unión, le espetó a Blair en la Cámara de los Comunes: "Diga en Bruselas lo que la mayoría del pueblo británico quisiera oírle decir: no a la Constitución Europea".
En Francia, al previsible frente anticonstitucional de la extrema derecha lepenista y de la derecha soberanista capitaneada por Philippe de Villiers -sin olvidar a los inmutables grupos de la extrema izquierda (no cambian su discurso antisistema en ninguna elección)-, se añaden las vacilaciones de la derecha republicana, de un sector de los socialistas y de los comunistas. Laurent Fabius, habitualmente ubicado en la derecha del partido socialista, pensando con oportunismo en su candidatura a las presidenciales de 2007 y en la posibilidad de atraerse a una parte de la amalgama del no, se ha apresurado a declarar que el proyecto de Constitución es "incompatible con la Europa social". Fabius no debería ignorar que los problemas que las izquierdas han encontrado en Francia para la realización de sus programas no provenían de la gaullista Constitución de la V República, sino de sus propias limitaciones y de la resistencia al cambio de las estructuras.
¿Y en España? La hosca descalificación de José María Aznar del proyecto definitivo puede que sea interpretada como una invitación al no por la derecha aznarista de la base electoral del Partido Popular, no así por la línea oficial de éste (esperémoslo). Sería grave para el papel de España en Europa que el primer partido de la oposición y, por tanto, posible alternativa de Gobierno, se aznarizara al completo en una cuestión tan importante. Izquierda Unida e ICV tienen que hacer su reflexión para convencerse de que la Constitución Europea más que freno será garantía de las conquistas sociales y facilitará el progreso en este campo. Quedan los nacionalistas y, en particular, CDC y ERC, que coinciden en el mismo error de apreciación: pretender un explícito reconocimiento ("ya") del catalán y de Cataluña en la Constitución Europea -cerrada como proyecto, lo que da pie a la sospecha de cálculos oportunistas en sus apremiantes demandas-, cuando la Constitución como un todo ofrece el más eficaz reconocimiento implícito del catalán y de Cataluña que jamás se haya tenido. (Y si el futuro Reglamento Lingüístico de la Unión reconociera la oficialidad del catalán, gallego y euskera, tanto mejor). Los políticos profesionales que tienen entre otras misiones la de orientar a los ciudadanos deben eludir toda frivolidad en esta y en cualquier circunstancia. A la vista de las razones evocadas por los que amagan con el no, no cabe sino pedirles que lean con detenimiento el denso proyecto de Constitución. Una lectura honesta les permitirá encontrar respuestas razonables a muchas de sus objeciones.
Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.
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