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Reportaje:

La difícil migración de los bongoseros

Ningún percusionista acude al Mirador del Migdia, donde el Ayuntamiento los ha desterrado

De la falda a la azotea de Montjuic (Barcelona) no hay menos de una hora andando. El camarero de uno de los chiringuitos a pie de montaña, que indica la dirección del Mirador del Migdia con el índice apuntando muy alto, aseguraba en el mediodía de ayer que muchos eran ya los que le habían preguntado por el nuevo destino de los bongoseros. Salvo el tramo de escaleras mecánicas hasta el Palacio de Montjuich, el trayecto discurre por meandros de asfalto empinado y recalentado. Ya en lo alto, pasado el cementerio, un ritmo brasileño anuncia la proximidad de la meta. Pero el final abrupto de la música indica que no es bongó (tambor de origen caribeño) todo lo que suena: el CD de La Caseta, único bar del Mirador del Migdia, ha llegado a su fin. Gustavo, el camarero, señalaba a última hora de la tarde de ayer que ni un solo percusionista había hollado la cima. El sábado, sí. Dos. La conclusión parece fácil: son muchos los que emprenden el camino y muy pocos los que lo terminan. Además del transporte privado, al lugar donde la tercera teniente de alcalde, Imma Mayol, emplazó el miércoles a los bongoseros a tocar después de las quejas de los vecinos del Parc de la Ciutadella, sólo se puede llegar con un autobús. Según Gustavo, circula con una frecuencia cercana a los 40 minutos, y sólo los fines de semana y festivos.

El Mirador del Migdia es una explanada pródiga en árboles y con vistas al puerto y Barcelona. "Un ambiente familiar, muy calmado", resume una mujer que come en una de las muchas mesas de cámping. Pronostica más problemas para el consistorio: "Como toquen aquí, en la Plaza del Surtidor [Poble Sec] no podrán dormir". Un poco más allá, un hombre aplaude la medida: "Los muertos de al lado seguro que se quejarán menos".

En el Parc de la Ciutadella tampoco hay bongoseros. Desde el pasado domingo, la Guardia Urbana se coloca en las puertas de acceso e impide que entren instrumentos de percusión. El resultado del traslado es que ya no se escucha el ritmo sincopado de los bongoes en Barcelona. Pablo, un argentino que en los aledaños del parque carga con dos tambores ("pesan siete kilos cada uno"), asegura que nadie le verá en Montjuich. "Bueno, a no ser que el Ayuntamiento ponga autobuses cada cinco minutos y gratuitos", concede.

"La música era un motivo más para venir, pero esta paz tiene sus ventajas", decía uno de los muchos que ayer dormitaban sobre el césped del parque.

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