La lucha por la vida
Situar a Marruecos en el espacio que merece -ni más ni menos que el de nuestra conciencia- requiere, para empezar, un severo ejercicio de supresión de imágenes. No habrá perdón para quien sólo aprecie la múltiple hermosura de sus tierras arcaicas y de sus ciudades contradictorias; para quien se fije únicamente en el exotismo de los atuendos de sus paisanos, o en el destello de la alfarería en los zocos y el colorido de otras mercaderías. No hay tiempo para entretenerse. Estamos en el año 2004, y hay que saltar esos catorce kilómetros que nos separan como catorce siglos. Deprisa, deprisa. Como saltan ellos hacia nosotros, urgidos por la necesidad. Así pues, ni cae la tarde sobre el Atlas deslumbrante, ni Tánger bulle con los restos de un ayer cosmopolita y colonial, ni la roja plenitud de la plaza Yamaa el Fna de Marraquech redime oralmente a la humanidad, que por cierto parece bastante sorda; ni el Atlántico despierta a Esauira con un manto de niebla que llega arrastrándose como el aliento de un gigante del norte, ni los tintes empastelan las azoteas de Fez para nuestro deleite, ni la trepidante modernidad de Casablanca nos transporta súbitamente al siglo XXI.
Tamu constituye mi primera postal humana, mi primera salida del sol y también su ocaso
Nada cambia en serio, no existe un proyecto de futuro, las reformas se postergan una y otra vez
Esta mañana he ido al Suq La Gazel, una especie de Segunda Mano de la elegancia cotidiana
Si quieren tópicos, cómprense una guía o soliciten folletos en una agencia turística.
Imágenes. Inicio este capítulo y ya sé cómo terminará el último de los siete en que tendré que condensar las experiencias vividas, pero, como ocurrió durante el viaje mismo, ignoro cuál va a ser el camino a seguir. Las palabras que el viaje suscita pueden levantarse ante mí, tan inesperadas como los encuentros que han sorprendido a la viajera.
De eso va el asunto. De descubrir.
Esta historia terminará en Tamu, la mujer que ignora si tiene 38 o 40 años: "Nunca tuve una fiesta de cumpleaños", dijo. Debe finalizar en ella, con ella, porque Tamu constituye mi primer recuerdo de Marruecos, es mi primera postal humana, mi primera salida de sol y también su ocaso. Aquí está, intacta en mi retina, la ternura de Tamu abrazada a su pequeña Zainab. Tamu, natural de Alcazarquivir, fue enviada a Rabat cuando era una niña para trabajar en calidad de petite-bonne, delicado eufemismo francés que encubre este aspecto de la explotación infantil que todavía subsiste, pese a la obligatoriedad de la escolarización a partir de los seis años. Según datos publicados por la revista TelQuel, se calcula que sólo en la región de Casablanca existen casi 23.000 sirvientas menores de edad, analfabetas, procedentes en su mayoría de medios rurales, y nacidas en familias numerosas y muy pobres. Tamu ha trabajado siempre en el servicio doméstico, y hace cuatro años, con su marido, que es transportista de serrín para hammam (razón por la que en verano trabaja menos: no es necesario tanto combustible), compró este terrenito y, ya lo he dicho, ha construido la casa con sus propias manos, las mismas con las que elabora cada madrugada el pan antes de salir a ganárselo.
Pero Tamu sonreía aquella mañana, abrazada a su Zainab, de cuatro años (tiene otros dos hijos: Karim y Husein, de 18 y 15 años), y me contó cómo había erigido la casa, poco a poco. Su casa, pequeña y limpia y pintada como un dulce de domingo. Emplazada en el Sector 1 de Mers Jeir, cerca de Temara, en las afueras de Rabat, carece de electricidad debido a que, aunque ya está hecha la instalación, tiene que pagar por adelantado 5.000 dirhams (alrededor de 500 euros: si sacan ustedes siempre un cero a la cifra en moneda marroquí tendrán la cantidad en euros redondeados, de ahora en adelante, y nos evitaremos un tedio en paréntesis). Para el agua, de la que disfruta desde hace un año, tuvo que satisfacer 420 dirhams por el contador; la primera factura se le puso en 120 dirhams. Redal, la empresa que gestiona ambos servicios -privatizados, en las grandes ciudades; en las pequeñas no constituye negocio-, aunque cobre con anticipación no ha instalado las depuradoras prometidas ni en Rabat ni en la vecina Salé, ni el alcantarillado de este barrio. Olvidaba añadir que, en Marruecos, el salario mínimo mensual es algo inferior a los 200 euros. Aunque puede decirse que Tamu es en cierto modo afortunada y le pagan con justicia en la casa en donde ahora sirve -por eso, y por su carácter templado, es el sostén de toda su familia-, ni ella ni su marido pueden juntar dinero para tanto gasto y tan poco resultado.
-¿Vas a pagar los 5.000 dirhams? -le preguntó Pedro Rojo, quien además de ser el autor de las fotos de este reportaje fue mi guía por Marruecos y por su geografía humana.
-Estoy esperando a ver si los vecinos nos unimos.
Porque los marroquíes más zurrados por la vida son, lo veremos más adelante, muy dados a asociarse para solucionar, o al menos menguar, los problemas que desde arriba no se les remedian.
Esa mañana, Rojo y yo nos despedimos de Tamu con una idea fija. Darle una fiesta de cumpleaños a lo grande antes de mi regreso a España.
Y ésa es la parte a la que volveré, al final. Entretanto, permitan que me siente junto al pulcro Omar Elmrabet, otra de mis postales primerizas. Este joven -en edad-, valioso traductor de árabe y periodista, estudioso y sensato -un contenido ejemplar de la discreta y sobreviviente clase media baja-, descubrió algunas de las peores realidades de su país trabajando precisamente para Pedro Rojo en Al Fanar, útil servicio de traducción de prensa árabe que mi compañero de reportaje dirige en la Red.
Bueno -murmura Omar: delgado como un fideo, camisa blanca de manga corta muy bien planchada, pantalón impecable-. Puede decirse que, en el desempeño de este oficio, he acumulado experiencias muy interesantes acerca de cosas de las que sólo había oído rumores. También he conocido a gente muy alta -añade, aclarándose la garganta-.
Si no fuera porque pronto visitaré Bir Shifa, el barrio de Tánger donde se pudren los muchachos que por la noche merodean por el puerto -Alí y Mohamed: su desesperanza- en busca de camiones en los que pasar a España, arriesgando la piel pegados a los ejes. Si no fuera porque pronto conoceré esas historias de desarraigo de los menores sin acompañar a quienes la policía española desaloja intempestivamente de nuestros llamados centros de acogida -estén sanos o no, hayan cumplido o no con sus estudios, con sus disciplinas-, yo misma aceptaría la mesurada historia de los choques del pulcro Omar con la realidad de su país. Ahora: sentados ambos en el café Maure -atención: momento turístico-, a ras de acantilado, con los jardines andaluces y las murallas del Museo de los Udaya a nuestras espaldas; vistas del Atlántico a la izquierda; a nuestra derecha, la desembocadura del Bou Regreg y, al otro lado del río, la ciudad de Salé.
Un poco más tarde, en el restaurante sirio que encuentra para que yo fume una shisha, Omar sigue hablando, impecable, tras haber atravesado a pie la medina de Rabat:
-Yo siempre tuve mucha fe en mi trayectoria.
Sigue la historia de su familia, los sacrificios, la emigración.
-Ahora tengo trabajo que me permite sobrevivir y dar un poco a la gente a la que quiero y me quiere. Hace dos años me habría parecido increíble llegar a tener un ordenador en casa. Y sin embargo, ¡tengo hasta Internet! Este país tiene que trabajar, todo el mundo tiene que ponerse a hacer las cosas bien. Los políticos, pero también la gente. Criticar no basta. Hay que trabajar.
Entre el humo de mi pipa, el pulcro Omar se pone soñador. Pronto sabré que su mejor sueño es este discurso que le permite sentirse excluido de la pesadilla que comparte la mayor parte de la juventud de este país, es decir, la mayor parte de la población: la constatación de que nada cambia seriamente, de que no existe un proyecto claro de futuro, de que las reformas profundas se postergan una y otra vez, de que la corrupción permanece inamovible y de que la vida consiste, un poco a la cubana, en despertar y resolver.
Porque Omar sabe lo que es resolver. De estudiante hizo lo que muchos: comprar vegetales en el mercado central, ponerse en una esquina, venderlos y ganarse unos dirhams.
-Toda mi vida ha sido fruto de la casualidad -sonríe.
Se lanza a explicarme algo que le sucedió cuando tuvo que guardar una larga cola ante el consulado español. Yo le escucho medio distraída, aspirando el olor a manzanas del tabaco, sospechando que los marroquíes experimentan un sentimiento especial y no precisamente favorable hacia los consulados españoles diseminados por sus ciudades, hacia las colas prolongadas bajo el sol y el pago adelantado de 550 dirhams para que simplemente te permitan suplicar por un visado, te lo den o no, que generalmente es no. De repente, alargo mis orejas:
-... y entonces la chica más coqueta de las que guardaban cola se puso a hablar conmigo y me contó que un rico catalán de 54 años, propietario de una marca de cava, se había enamorado de ella después de verla en un vídeo.
-¿Un vídeo? -oh, no, por favor, no: dime que no estamos ante un caso de prostitución encubierta.
-Un vídeo de una boda -interviene rápidamente Omar, más pulcro que nunca, incluso virtuoso-. Y se casa con ella por poderes.
Menos mal.
-Yo me ofrezco para enseñarle español, comportamiento, en fin, para que quede bien en el consulado. Todo gratis, por amistad, yo soy así. Y cuando llega el español, él insiste, me paga, siempre presente el español en las clases, muy buena gente. Ella no le merece, en mi opinión. Demasiado frívola. Le gustan los hombres más jóvenes.
Resuelve el bueno de Omar. Ya lo creo que resuelve.
Esta mañana me ha acompañado al Suq La Gazel, una especie de Segunda Mano de la elegancia cotidiana en tenderetes. "La gente que tiene más dinero viene de madrugada para llevarse las mejores piezas, pagando un poco más", dice, mientras revolvemos en los puestos. Él busca colores discretos: blanco, beis, negro, marrón. Colores pulcros para este país de estrepitoso dramatismo. Las prendas colgadas en burros cargados de perchas son nuevas, hechas en Casablanca, con etiquetas seudoparisinas o seudoespañolas. Hay camisetas del Barça y de Beckham, y simpáticos vendedores, muchachos atontados por la falta de sexo -del otro sexo, para ser más exacta- que bromean con el fotógrafo poniéndose unos sostenes. Algunas mujeres veladas eligen sujetadores, ajenas al activo mundo de los dependientes -la iniciativa comercial es masculina; la mujer resiste, carga, compra-, ensimismadas en la textura de los encajes. Dos cuñadas, o tal vez son hermanas, examinan cortinas y manteles con ojos expertos. Quizá preparan un ajuar. Ajuar: del árabe as-suwar (los muebles del menaje), según mi diccionario Clave.
Ya lo ven: el ajuar existe a ambos lados del Estrecho. ¿Qué española no lo ha deseado o maldecido alguna vez? No somos tan distintos.
África, al otro lado, fue llamada Ifriquía por León el Africano -el verdadero, no el de Amin Maaluf- en su Descripción de África, escrita tras el exilio, hace más de 500 años. Ifriquía: la dividida, la separada. De Europa. Por algo más que 14 kilómetros.
Mañana, lunes: DEL MANDIL A DISNEYLANDIA
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