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Columna
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La última

Vi el otro día al presidente del Gobierno y al jefe del Estado celebrar en la Catedral de Santiago la festividad del santo. Ay, Dios mío, que Zapatero no nos salga como Chaves, tan aficionado a dar gubiazos y a presidir procesiones del Corpus. Me acordaba del "Zapatero, no nos falles", y me preguntaba qué pasaría si el presidente del Gobierno o el presidente de la Junta de Andalucía cumplieran con su obligación y al año que viene no asistieran a la fiesta en la Catedral de Santiago ni a la procesión del Corpus en Sevilla, alegando la verdad: que la ley les prohíbe participar institucionalmente en estos rituales mágico-religiosos.

No pasaría nada. Pero ellos creen que sí. Creen que una modesta declaración de intenciones como esa sería interpretada como un gesto de hostilidad hacia la Iglesia católica. Creen que cumplir con su obligación les costaría votos. Y entonces renuncian a sus convicciones. Porque supongo que en un nivel teórico -al menos en un nivel teórico- Manuel Chaves y José Luis Rodríguez Zapatero están convencidos de que el gobernante de un Estado laico no debe asistir a ceremonias religiosas de ninguna confesión.

Pero, claro, una cosa es renunciar a los principios y otra muy diferente renunciar a los votos. Es el pragmatismo político, una devastadora enfermedad ideológica que ha arruinado el prestigio de la política y de quienes se dedican a ella, y que tiene difícil solución. Tal vez si las legislaturas fueran más largas y a los políticos se les impidiera presentarse a las elecciones en más de una ocasión; tal vez si los políticos gobernaran siempre con la sensación de hacerlo por última vez, lo harían sin cicaterías, sin cálculos, sin preguntarse a cada rato por el coste electoral de aquel gesto o de esta ley.

Escribir en un periódico de gran tirada es un privilegio. Poder subirse a una tribuna para manifestar la propia opinión y los propios juicios es una suerte. Sobre todo si te leen. Los escritores, como los políticos, también tendemos a conservar nuestros privilegios, nuestra columna, nuestra editorial, nuestros lectores. Nuestros votantes. Y eso nos hace inevitablemente conservadores, porque la conservación de los privilegios, incluso la conservación de un privilegio tan modesto como es este de escribir en los periódicos, choca muchas veces con la libertad creativa y con la independencia de criterio, que es el único poder que tenemos los escritores. Si uno escribe una columna de opinión pensando en otra cosa que no sea dar honestamente su opinión, se vuelve cauto. Y la cautela acaba devorando la libertad.

Lo más efectivo para combatir esta tentación conservadora es revestirse cuanto antes de provisionalidad; escribir como si uno estuviera de paso en el periódico y en la propia escritura, escribir como si se escribiera por última vez. Eso es lo que he intentado hacer en todas mis columnas desde que publiqué la primera el 13 de noviembre de 2000. Como todas las anteriores, está que ahora termina también está escrita como si fuera la última. La diferencia con las anteriores es que esta sí lo es. Gracias por leerme. Hasta la vista.

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