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Crítica:39º FESTIVAL DE JAZZ DE SAN SEBASTIÁN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Trío de ases

Zakir Hussain miraba al cielo con preocupación antes de su concierto. Los nubarrones negros se hacían notar y, aunque los viejos del lugar aseguraban que no llovería, era lógico el recelo del genial percusionista indio recordando su anterior visita a San Sebastián, en 1999, cuando Shakti, su grupo, ofreció un memorable concierto bajo una no menos memorable tormenta, rayos y truenos incluidos. Esta vez no fue así; acertaron los optimistas y la tormenta, también con rayos y truenos incluidos, se concentró en el escenario.

Shakti se desquitaron de su húmedo recuerdo y, por espacio de dos cortísimas horas, mantuvieron en vilo al público que llenaba la plaza de la Trinidad. El Jazzaldia donostiarra llegaba con ese concierto al ecuador de su 39ª edición, que se completó con otros dos ases sobre el mismo tapete: Manhattan Transfer y Meshell Ndégeocello.

Siguiendo un orden cronológico, el primer triunfo lo obtuvo Manhattan Transfer. Se llenó el auditorio del Kursaal y el combo neoyorquino se metió al público en el bolsillo ya con su primera canción. A partir de ahí se creó un crescendo emotivo que sólo podía desembocar en el entusiasmo colectivo, y así fue. Como si el tiempo no pasara (sólo se nota en algunos kilos de más y en algún cabello de menos), el cuarteto derrochó su histórica sensibilidad sobre unos arreglos exquisitos y una afinación que todavía sorprende. Sobrados de tablas, arrasaron sin miramientos.

Antes de que se destapara el segundo as, la plaza de la Trinidad acogió un concierto del cuarteto del contrabajista Miroslav Vitous. Excesivas pretensiones materializadas con un exceso de aburrimiento. Por suerte, inmediatamente John McLaughlin, al frente de sus renovados Shakti, le dio la vuelta a la velada.

Shakti significa energía y belleza, y en la Trini quedó patente que el grupo no podía haber escogido nombre mejor. Música de una belleza hipnótica en la que se mezclan las ricas tradiciones del norte y del sur de India con retazos de jazz contemporáneo y un descarado buen humor altamente contagioso. El grupo ha incorporado al cantante Shankar Mahadevan, un acierto total que eleva el poderío de la banda.

Los constantes juegos entre la guitarra de McLaughlin y la mandolina de U. Shrinivas, o entre los dos geniales percusionistas Zakir Hussain y V. Selvaganesh, marcaron un concierto cargado de ritmo y de sensualidad. Incluso recuperaron, para nostálgicos y hippies no totalmente reciclados, un tema de su primer disco en el ya lejano 1975, Lotus Feet, y algunas talas vocales de aquella misma época. Un concierto idóneo para los que creen, con razón, que en cosa de música no existen las fronteras ni geográficas ni espirituales.

También fue de romper fronteras el último as de la noche: la presencia, ya de madrugada, de Meshell Ndégeocello en la playa de la Zurriola. Ndégeocello llegó como bajista, dejando de lado otras facetas de su desbordante personalidad. Eso sí: como bajista de una banda lúcida y explosiva que atravesó la playa donostiarra como una locomotora desbocada.

Meshell Ndégeocello se escudó tras un desvencijado Fender Jazz Bass del que extrajo una sonoridad recia y profunda que golpeaba directamente en el estómago. A medio camino del jazz y del funk, Ndégeocello se convirtió en todo momento en espina dorsal de un combo que mezclaba el ritmo contundente, que constantemente invitaba al baile, con improvisaciones de gran calado que sobrevolaban toda la historia del jazz contemporáneo. De eso se encargaron sobre todo los dos saxofonistas, un explosivo Oliver Lake y un efectivo Ron Blake.

John McLaughlin, durante su actuación en San Sebastián.
John McLaughlin, durante su actuación en San Sebastián.JESÚS URIARTE
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