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Maragall, Montilla, Zapatero

En Cataluña, país tan progresista como tradicional, el pal de paller político de su historia contemporánea ha sido el catalanismo federal de las izquierdas. En 1873 estuvo a punto de acabar con la oligarquía caciquil de la derecha española, pero un golpe militar abortó el intento. En 1931 volvió a encabezar la regeneración ciudadana, uniendo su vocación democrática de autogobierno con la causa republicana, y de nuevo sufrió una guerra civil terrible que la derrotó, mató y exiló a causa de otro golpe de Estado a favor del sector más reaccionario del país. Bajo el franquismo sostuvo una tenaz resistencia pese a la represión, defendió la identidad catalana como nadie y acabó impulsando el movimiento popular que obligó a los sucesores del régimen dictatorial a pactar una constitución democrática, una república coronada y el autogobierno de las naciones y regiones que forman el Estado. Mientras tanto, en ese siglo y medio, la derecha catalana se lucró de los sucesivos golpes de Estado y, para presionar a los gobiernos de Madrid en defensa de sus intereses, esgrimió como suyo el ideal catalanista de izquierda, pero, más que autogobierno, exigiendo autonomía para ejercer su propio poder de clase, siempre en connivencia de fondo con la derecha española.

Algo similar ha ocurrido desde 1980. El largo régimen pujolista se aprovechó del combate democratizador y federalista de las izquierdas, así como de la Constitución y el Estatut por ellas inspirados y obtenidos gracias al apoyo de las españolas. Gobernó sin pactos ni concesiones, más bien con insultos, al PSC (eterno traidor y antipatriota); colapsó a una ERC condescendiente; se apoyó en los conservadores de aquí y en los de allá, y llegó, para mantenerse en el poder, a tal entrega oportunista que finalmente compartió el naufragio del PP más impresentable éticamente de los últimos tiempos. Ahora, sólo le queda la vieja retórica nacionalista, ya increíble, que tantos votos cándidos y sentimentales valieron a la Lliga Regionalista de Cambó y al propio Jordi Pujol. En la historia española y catalana la derecha siempre acaba suicidándose y, mientras no resucita con más brios y sed de venganza, ha de ceder, enojada y automintiéndose sobre las causas, a quienes nunca han cejado de luchar por la democracia verdadera, la justicia social y una fructífera convivencia federante, sin privilegios ni mercadeos, con el resto de los pueblos hispanos.

El reciente congreso del PSC tiene, por todo lo dicho, un indudable interés histórico. Amén de su significación en clave interna y de su merecida euforia, sus máximos dirigentes tienen clara conciencia del significado de su actual poder democrático en Cataluña y su influencia en toda España, así como del esfuerzo ímprobo que les aguarda, combinando los tópicos seny y rauxa, para hacer justicia en nuestra casa y para transformar las mentes afrancesadas que aún no reconocen la España real: la que han pensado y querido los catalanes desde el siglo XVI. Aunque la democracia debe impedir los liderazgos personalistas y mesiánicos, típicos del caudillismo de la derecha, es preciso distinguirlos de aquellos adalides que siguen siendo necesarios en la política por su firme, sincera y comprobada fuerza moral, nacida de convicciones serias y al servicio leal y efectivo, no retórico, a las personas, en especial a las más injustamente tratadas por el sistema imperante. Creo que Maragall y Rodríguez Zapatero son de esa casta, poco usual, de políticos. Ojalá no nos fallen y ojalá no les fallen, a ellos, las colaboraciones, los apoyos y las críticas que necesitarán diariamente. Ambos pretenden lo mismo: dar el salto adelante que nos libre del grave peso de un pasado sin tradición democrática y que nos permita no volver, en círculo dramático, a las andadas y a las aznaradas. No les pido que acaben con el sistema capitalista y lo sustituyan por otro socialista, como permite y casi exige el artículo 9 de nuestra Constitución. Pero sí que practiquen esa socialdemocracia que sólo un auténtico socialista puede llevar a cabo como mal menor, pues los que no lo son ni siquiera lo intentan. Me conformo con el socialismo que está implícito en las virtudes personales antes citadas.

Junto al tándem Maragall-Zapatero hay que añadir, para ser verdaderamente justos en lo referido al diálogo entre Cataluña y España, la clave de bóveda del puente que ellos se tienden mutuamente: el cordobés catalán José Montilla, que parece acumular la sabiduría de Séneca y Maimónides más el capote estatuario (también estatutario, sin duda) del diestro Manolete. Él tiene la dura responsabilidad de equilibrar tozudamente a dos tozudos convencidos pero dialogantes. ¡Oh, si tuviera el diálogo Zapatero-Ibarretxe su Montilla! Con gusto me encerraría yo con unos y con otros para convencerles (soluciones jurídicas siempre hay) de que sólo ellos pueden resolver un problema histórico como el que han tenido el valor de plantearse porque tienen el talante (¡lo siento!) necesario y el momento es el más propicio. En todo caso, que mis palabras, si las leen, les animen a intentarlo para bien de todos.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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