Afganistán, Irak
El del intervencionismo autocalificado de humanitario fue acaso el mayor mito de cuantos impregnaron las relaciones planetarias en el último decenio del siglo XX. Su huella ha llegado hasta nosotros de la mano de un buen puñado de conflictos en los que es fácil apreciar cómo, bajo su manto o el de otros parejos, se esconden intereses a menudo inconfesables y comportamientos poco edificantes. Si admitimos que uno de esos conflictos es, en una de las posibles lecturas, Afganistán, la mejor medida de la eficacia ocultatoria del mito que nos ocupa la proporciona un hecho: quienes, cargados de razón, airearon en las calles sus protestas ante la agresión militar norteamericana en Irak han guardado las más de las veces silencio cuando lo que se trataba era de encarar otra agresión, la registrada en Afganistán, que a buen seguro merecía, sin embargo, una contestación similar.
Y es que las semejanzas en el derrotero contemporáneo de los contenciosos afgano e iraquí son muchas. Tantas que obligan a recelar de la cordura de quienes estiman que lo que es bueno para el primero no se antoja de recibo, en cambio, para el segundo. Adelantemos al respecto que en los dos escenarios invocados se verificó tiempo atrás una franca, y lamentable, colaboración de EE UU con gobernantes o movimientos de manifiesta impresentabilidad. El decenio de 1980 se saldó con un abierto respaldo norteamericano a los muyajidín afganos, claramente impregnados de ínfulas fundamentalistas, y con un apoyo más discreto, pero firme, a un Sadam Husein que, en Irak, se presentaba entonces a los ojos de Washington como un saludable baluarte frente a la revolución islámica iraní. Al igual que en tantos otros lugares, en los dos que ahora nos interesan EE UU apuntaló el poder de quienes luego pasó a considerar acérrimos enemigos.
Por mucho que la versión dominante de los hechos haya asumido otro camino, y en segundo lugar, hora es de acogerse a la tesis de que tanto en Afganistán como en Irak se han violentado en los tres últimos años, y de manera palmaria, el espíritu y la letra de la Carta de Naciones Unidas. Si lo de Irak no merece mayor glosa -y ello pese a alguna patética y reciente resolución-, una consideración superficial de lo ocurrido, con más miga, en Afganistán es fácil que induzca al error. En los criterios manejados en el otoño de 2001 por la máxima organización internacional, sojuzgada entonces por las emociones que acompañaron a los atentados del 11 de septiembre, se reveló una inquietante tolerancia ante la futilidad de los argumentos legales esgrimidos por Washington para justificar la agresión en ciernes. Así las cosas, y no sin ambigüedad, el Consejo de Seguridad permitió que Estados Unidos se autoatribuyese un derecho de intervención e injerencia no sometido a restricción alguna ni en el tiempo, ni en el espacio, ni en cuanto a los métodos abrazados. Semejante derecho -no es preciso subrayarlo- entraba en colisión frontal con los cometidos que la Carta de Naciones Unidas atribuía al propio Consejo, en lo que parece ilustración suficiente, la enésima, de la sumisión que la máxima organización internacional ha dado en mostrar, en repetidas oportunidades, para con los intereses de las grandes potencias.
El comportamiento de las fuerzas armadas norteamericanas se ha ajustado, por lo demás, a pautas de barbarie similares en Afganistán y en Irak. En el primero de esos países, siempre en la penumbra informativa, no han faltado los centros de detención y las denuncias de muertes, torturas y vejaciones, que se han extendido, como es bien sabido, a esa herida sangrante llamada Guantánamo. Es público y notorio que fenómenos semejantes se han hecho valer en Irak. Nadie sabe, en suma, cuántos civiles han fallecido de resultas de las dos agresiones estadounidenses. La despreocupación al respecto contrasta poderosamente con el puntilloso registro, al que nuestros medios de comunicación se han entregado, del número de soldados norteamericanos muertos, en lo que no puede apreciarse sino un intragable ejercicio de doble moral.
Tampoco son muchas las diferencias que atañen a los objetivos que Estados Unidos ha hecho suyos en los dos escenarios objeto de nuestra atención, y ello tanto más cuanto que es lícito aseverar que las intervenciones asestadas obedecen a una trama común. Bajo la cobertura, en buena medida retórica, del designio de hacer frente a la amenaza de lo que ha dado en llamarse terrorismo internacional, Washington ha puesto manos a la obra de reconfigurar, por un lado, el panorama estratégico del Oriente Próximo, convirtiendo la región en una atalaya desde la que supervisar los movimientos de eventuales competidores, y de controlar, por el otro, materias primas energéticas -con los conductos correspondientes- tan jugosas como los existentes en el golfo Pérsico y en la cuenca del Caspio. Hora es ésta de subrayar que si la relación entre ese doble objetivo y la agresión en Irak es evidente, también lo es en el caso de Afganistán, un país que no sólo ocupa una posición geoestratégica privilegiada en lo relativo a la satisfacción del primer designio: su parte más occidental exhibe, por añadidura, una singular importancia en lo que se refiere al traslado, hacia los puertos del Índico, de la riqueza energética que atesora el Asia central.
Agreguemos, en fin, que en Afganistán como en Irak el balance de las intervenciones estadounidenses es, hoy por hoy, desolador. Como quiera que la resistencia sigue siendo notable en los dos escenarios y que sobran los motivos para recelar de la condición democrática y del buen hacer de gobiernos locales cuya sumisión a los intereses norteamericanos salta a la vista, hay que concluir que Washington no se está saliendo con la suya ni en lo que hace a la normalización de las situaciones respectivas ni en lo que respecta al presunto objetivo de cancelar una inquietante amenaza terrorista. Los analistas sensatos, y algunos de los insensatos, convienen en reconocer sin mayor quebranto que las estrategias avaladas por EE UU en Afganistán y en Irak no han hecho sino acrecentar el caldo de cultivo de respuestas desbocadas.
Seamos rotundos en la conclusión: las semejanzas entre lo que ocurre en estas horas en Afganistán y lo que se revela en Irak son suficientemente llamativas como para sortear el criterio que a algunos, al parecer, sirve de guía. Si es cierto que el hecho de que Naciones Unidas niegue su beneplácito a una intervención militar parece motivo suficiente para rechazar ésta, el apoyo de la máxima organización internacional a una operación armada en modo alguno invita a acatar la decisión correspondiente. Las razones que han aconsejado sacar adelante sendas agresiones norteamericanas son tan mezquinas y reprobables que hora es de que quienes hace año y medio llenaron las calles en protesta contra la guerra que se barruntaba en Irak recuperen el pulso de la contestación para plantar cara a la misma miseria que despunta, desde octubre de 2001, en Afganistán.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar ¿Hacia dónde nos lleva Estados Unidos? (Ediciones B).
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