A propósito de una reforma laboral
Acostumbraba a recordar Keynes que para resolver un problema, lo esencial era delimitarlo, y que a menudo la misma delimitación significaba, o podía significar, su propia solución. Y viene esto a cuento porque es posible que los agentes sociales y el Gobierno no hayan todavía resuelto problema alguno, pero qué duda cabe que han contribuido poderosamente a su delimitación. Y es más, y esto me resulta particularmente loable, a su desdramatización.
El pasado 8 de julio se ha venido a reconocer lo obvio; y no arranquemos ahora con la "dramática persecución de lo obvio". Todo ha sido relativamente sencillo, natural: tenemos un problema, y serio, con la temporalidad de los contratos y con la siniestralidad laboral, y con los jóvenes y las mujeres y con los inmigrantes, y con la formación. El Inem es mejorable, y la Inspección de Trabajo, también: hay que garantizar las pensiones y perfeccionar la negociación colectiva. Y queremos arreglar esto entre nosotros, negociando de buena fe, el tiempo que sea necesario, y para empezar vamos a contar con un informe previo que nos indique qué ha pasado aquí en los últimos 10 años, y vamos a hacer esto porque queremos "un modelo de crecimiento económico equilibrado y duradero, basado en la mejora de la competitividad de las empresas y en el incremento de productividad", y porque queremos que nuestra sociedad "alcance unos mayores niveles de desarrollo económico, de calidad en el empleo, de bienestar social, de cohesión territorial y de sostenibilidad medioambiental". Hombre, no está nada mal, eso es lo que queremos todos, y ahora vamos a ver cómo lo conseguimos. Pues si bien es razonable la conseja de Keynes sobre la delimitación del problema, no es menos cierta la advertencia de Marx: "El conocimiento de los problemas no significa la solución de los mismos". Es menester la acción, pues quizás sea cierto que "al comienzo fue la acción y después le siguió el verbo como si fuera su sombra fonética".
Sí, es cierto hay que actuar y habrá que actuar con tino, naturalmente, e incluso con coraje, porque todos sabemos que el mercado de trabajo es muy cabezón y escasamente impresionable. Pero antes, algunas cosas, algún que otro reconocimiento.
Aquellos que desde hace tiempo hemos convivido con la reforma laboral sabemos bien lo que significa, lo que podríamos llamar el "efecto pánico del mercado de trabajo". Bajo el palio de cualquier problema, estructural o coyuntural, paseaba siempre erguida "la reforma laboral". Se encontraba uno atrapado -y aturdido- entre el tronar de los expertos y la categórica descalificación de los otros. En todo caso, "la reforma" (nunca perfectamente definida) se presentaba siempre como algo necesario, imprescindible. Como algo sagrado, en suma. Y fuera de la reforma no cabía salvación. No es que esto haya pasado de moda; siguen por ahí los que piensan -e incluso lo dicen- que la reciente subida del salario mínimo dificulta el acceso de los jóvenes al mercado, que la estructura de la negociación colectiva es una amenaza a la productividad, y que cuanto antes se desmantele eso de las pensiones, pues mejor. Sí, claro que siguen existiendo, pero lo positivo, lo que puede suponer un cambio cualitativo es que aquellos que son de verdad los responsables de las reformas se lo han tomado con calma. Y de manera racional y desapasionada han establecido 13 materias susceptibles de diálogo y negociación importantes, han querido saber de verdad cómo ha evolucionado el mercado en los últimos 10 años (o, si lo preferimos, cómo ha influido la norma jurídica en la realidad social) y después se han dado tiempo.
Y la verdad es que se trata de un comportamiento ni extravagante ni sorprendente, que responde tanto a nuestra realidad como a nuestra experiencia. No sé, me cuesta creer que en estas cosas y en lo que a flexibilidad y adaptabilidad se refiere seamos el farolillo rojo, y que aparezcamos, como nos muestra un reciente informe de la OCDE, por detrás de todos, superando exclusivamente a México, Turquía y Portugal. No sé cómo se miden estas cosas, seguro que son difíciles de medir, quizás imposible, y en este caso resulta aceptable la afirmación de Plank: "Lo que no se puede medir no existe". Sin embargo, quien tenga una mínima experiencia en estos asuntos, sabe que en los últimos años, en nuestro país, en las distintas mesas de negociación, se ha hecho porque se ha podido hacer de todo: ajustes tremendos en sectores claves y con daño social reducido, modificaciones funcionales de calado, salarios ajustados a la realidad de cada empresa, etcétera. Y todo se ha hecho con poco ruido y con mucha sensatez y seriedad. Merecen un reconocimiento general los negociadores: hay que estar, por qué no, orgullosos de ello, y aceptar que aunque queda tarea por hacer, se ha hecho mucho. Mucho y bien.
Volvemos a lo de siempre, y es verdad, que la santa repetición resulta un poco pueril, pero no es por ello menos cierto. Esta sociedad española, la nuestra, se ha modernizado y enriquecido gracias a los esfuerzos y compromisos de CEOE, CC OO y UGT, que han contribuido en lo que cabe a que seamos un país un poquito más vertebrado y que siempre, aun cuando más tronaba, han defendido las más elementales normas de diálogo y convivencia. Es decir, para entendernos, que han sido, son y serán socialmente útiles.
En definitiva, y para acabar, nos encontramos en el introito de un nuevo tipo de reforma laboral: de una reforma laica, propia, como no podría ser de otra manera, de la profesionalidad de los responsables sociales españoles, y cuyo éxito va a radicar tanto en los modos y en el recorrido como en la sustancia. Pues en esto de las relaciones laborales, con toda seguridad, es mejor siempre el camino que la posada.
Marcos Peña es inspector de Trabajo y fue secretario general de Empleo con el anterior Gobierno socialista.
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