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Columna
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Alerta roja

A las tormentas no se les puede contar mentiras. Ni a los ciclones, las crecidas de los ríos o las olas de calor. No se les puede contar mentiras y, por eso mismo, cuando la naturaleza ruge los discursos se dejan de oír y la demagogia se deshace en la boca de los mentirosos igual que una piedra de hielo. ¿De qué sirven las llamadas a la tranquilidad de tantos políticos o empresarios que consideran que el agujero de la capa de ozono, el deshielo de los glaciares o las evidencias del cambio climático son sucesos inofensivos o alarmas falsas, cuando llega, por ejemplo, una ola de calor como la que ahora quema media España? No sirven de nada. Alerta roja: esto va en serio. Seguirán talando árboles como los que ahora talan en Barajas o en la calle de la Princesa, unos en nombre del aeropuerto y otros en nombre del Metro, ambos en el nombre del futuro, y la gente que podía haberse cobijado a su sombra morirá a pleno sol, en un infierno de cemento. Y un poco más lejos, los japoneses cazarán el próximo año setecientas ballenas y los noruegos mil ochocientas, y de la muerte de esos bellos animales saldrá el fuego que el año pasado mató a seis mil quinientas personas en España, porque eso es un ecosistema, un conjunto de relaciones y equilibrios donde todo depende de todo y cada cosa salva o condena a las demás. Aunque los asesinos jamás lo admitirán, las balas se sabe dónde empiezan, pero nunca dónde van a acabar.

Llegó la alerta roja, el año pasado, y nos dimos cuenta de lo poco preparada que estaba una ciudad como Madrid para afrontar el problema. Murieron muchos ancianos que vivían solos en esos pisos antiguos del centro de la capital que se convierten en hornos cuando suben las temperaturas, y otros salvaron la vida pasando las horas más crueles de la tarde en los hipermercados, cerca de las neveras y los congeladores, paseando por la sección de los productos lácteos. No parece una gran solución y, en cualquier caso, el deber de un Ayuntamiento decente es no dejar nunca en manos de las víctimas la responsabilidad de sus desgracias, ni ofrecer consejos -pónganse ropa fresca, no hagan ejercicio y beban agua-, sino soluciones. Mejor parece la medida que se anuncia ahora, cuando el calor amenaza de nuevo, y que consiste en habilitar espacios climatizados en los hospitales y los centros de salud, para que las personas que lo necesiten se refugien en ellos. Eso y aumentar la vigilancia de la Cruz Roja, Cáritas y los servicios municipales de salud sobre las personas que presenten un índice de riesgo alto. El año pasado no se tuvo tanta previsión y cuando hubo doce mil muertes más de las normales al Gobierno saliente sólo se le ocurrió lo mismo que se le ocurría siempre en esos casos: esconder a los muertos.

Si hay algo que no le importe a los cínicos son las evidencias, naturalmente, pero seguir sosteniendo que la contaminación y la especulación no están en la raíz de las perturbaciones que sufre el medio ambiente es inaudito. No hay problema, no hagan caso a esos ecologistas que se atan a los árboles y paran los barcos petroleros en alta mar: no son más que propagandistas del apocalipsis, emisarios de la preocupación, centinelas del miedo... Disfruten de sus coches, de sus aires acondicionados y de sus aerosoles, habiten sus edificios, vayan de un lado a otro por carreteras anchas y súbanse a cómodos aviones. Bienvenidos a la prosperidad. Y, sin embargo, llega la alerta roja y todo parece tan frágil. Llega el calor asesino como si fuera un ejército salvaje, de esos que tienen una estrategia de destrucción y tierra quemada, y no hay duda: los más acomodados se libran del mal en sus antártidas mecánicas, pero la gente más modesta está tan sola y tan desprotegida; y cuando no se tiene casi nada los árboles y las zonas verdes se echan tanto de menos y de qué demonios sirven tantas cosas que anuncian el porvenir y son tan incapaces de afrontar el presente; más bien al contrario: de pronto, son el enemigo. Un hombre o una mujer heridos por el mercurio de los termómetros se alejan por una plaza que arde de calor y piensan: si aquellas hermosas acacias que había en la calle siguiesen en su lugar, ahora me acercaría a ellas, a su verdor pacífico, y podría defenderme de los rayos envenenados de este sol rabioso. Pero no están, las cortaron para hacer otro carril, para cavar un aparcamiento, para poner otra pista o levantar otra torre. Y eso ahora de qué me sirve. De qué me sirven la soberbia de las puertas automáticas o el misterio de los ascensores lujosos. Nada, no sirven de nada. Alerta roja: la sombra de las torres también es parte del infierno.

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