El trasvase como recurso político
En la sesión del Congreso que convalidó el Decreto Ley de 18 de junio, por el que se modificaba la Ley del Plan Hidrológico Nacional, la diputada madrileña y portavoz del PP, María Teresa de Lara, inició su intervención con estas palabras: "hoy es un día triste para el Levante y Sureste español". Algunos días antes y desde la periferia valenciana, Rafael Maluenda, portavoz adjunto popular en las Cortes Valencianas, ligaba la fecha de la batalla de Almansa, "nefasta para los valencianos pues ese día se derogaron nuestros fueros", con la de la aprobación del Decreto Ley, al representar éste "una nueva derogación de nuestros derechos negando el agua". Y concluía con una afirmación similar, bien que aún más rotunda, que la de su compañera en el Congreso: "hoy es el día más negro de la historia contemporánea de la Comunidad".
Con luto, llanto y chirriar de dientes. Así debemos recordar los valencianos según el PP ese 18 de junio, triste y negra efeméride a añadir a aquel otro 25 de abril de hace tres siglos. Una fecha infausta, el 18 de junio, en que se ha puesto fin a la "autopista de prosperidad" que suponía el trasvase del Ebro, "el proyecto de solidaridad más importante puesto en marcha jamás en la historia de España", como el presidente Camps lo ha definido mezclando su habitual estilo hiperbólico con una demagogia de andar por casa siempre efectiva. Ya señalábamos en estas páginas (EL PAÍS, 27 de febrero de 2003) que en tiempos como los que corren de patriotismo hidráulico -ni siquiera hidrológico- asistimos a una llamativa perversión del lenguaje. Así, a la exportación de la insostenibilidad hídrica se le llama "solidaridad" y a la disidencia en la Comunidad Valenciana respecto a las pretendidas bondades del trasvase, "traición". Pues, como señala el propio Camps, "no hay alternativa al trasvase del Ebro" y consecuentemente "tarde o temprano, pase lo que pase y pese a quien pese, el trasvase se hará en cuanto termine el paréntesis Narbona" en alusión a la ministra de Medio Ambiente.
Y éste es el carrusel sin fin del PP y su gobierno: la defensa cerrada y cerril de un proyecto hijo de una visión obsoleta, nacido con graves deficiencias técnicas y que en el actual entorno español y europeo carece de cualquier viabilidad medioambiental, económica e institucional. Una defensa que requiere, claro está, negar, ridiculizar y denigrar cualquier alternativa al trasvase.
Como la desalación. Sobra decir que las desaladoras no son ninguna panacea pudiendo originar problemas de índole económica, energética y medioambiental. Pero de ahí a presentarlas como si fueran el origen de todo mal hay un trecho muy largo. La desalación, según Camps, supone "una de las agresiones más brutales en contra de nuestro medio ambiente", al tratarse en palabras de Ramón Luis Valcárcel, presidente popular de la Región de Murcia, de "un proceso que contamina por tierra, mar y aire", conseguida frase de resonancias bélicas. Además, por si esto fuera poco, el agua así obtenida tiene altas dosis de peligrosidad. "Todos saben, menos los socialistas -cuyo orgullo e hipoteca con los nacionalistas catalanes les impide aceptar la realidad científica- que el agua resultante de un proceso de desalación -además de ser cara e ineficiente- no sirve para usos agrícolas porque si se utilizara como riego mataría tierras y cultivos" escribía hace algunas semanas Fernando Giner, presidente de la Diputación de Valencia, haciendo gala de la más crasa de las ignorancias. Porque puestos a preocuparse por suelos y cultivos, las aguas del Ebro -con una conductividad superior a 1.000 µs/cm y un contenido en sodio de 75 mg/l- resaltan sobre el agua de desalación, mucho más libre de sales.
Sea como fuere, las desaladoras van a provocar la "quiebra medioambiental" de la Comunidad Valenciana, según Rafael Blasco, consejero de Territorio y Vivienda. Emplearán ingentes cantidades de electricidad, provocarán apagones al saturar las sobrecargadas líneas eléctricas, harán imposible el cumplir los compromisos de Kyoto, acabarán con las praderas marinas de posidonia oceanica, serán fuente de ruidos y molestias a la población, y ocuparán grandes porciones del apetecido litoral. "¿Cómo vamos ahora a decirles a los municipios turísticos que anulen un paseo marítimo para ubicar una desaladora cuando a pocos kilómetros hacia el norte hay agua que se vierte al mar?", se interrogaba hace poco Camps, entre compungido y beligerante (sin mencionar los centenares de hectómetros cúbicos que son vertidos al mar de las zonas húmedas valencianas, que se podrían utilizar).
Da igual que la mayor planta desaladora hoy existente en el litoral valenciano -la de Aiguamarga, en Alicante- ocupe escasamente dos hectáreas; que estas instalaciones puedan acústicamente aislarse; que lo que las saturadas líneas eléctricas requieren desde hace ya bastantes años es inversiones, no pronósticos; que existen diferentes técnicas de evacuación y dilución de las salmueras de las desaladoras, todas ellas respetuosas con la posidonia oceanica y su rica fauna asociada (que si hoy están amenazadas es por agresiones pasadas y presentes). Tampoco parece importar que en contra de las abultadas cifras dadas por algún representante político de la Generalitat, el coste energético de todo el programa socialista de desalación y desalobración en la Comunidad Valenciana sólo viene a equivaler al 2% del consumo eléctrico valenciano, el 0,5% de la energía final utilizada en la Comunidad y el 0,5% de las emisiones de dióxido de carbono, requerimientos, por cierto, semejantes si no inferiores a los del trasvase.
La invocación al necesario cumplimiento de los compromisos de Kyoto hecha por destacados miembros del PP regional para desacreditar las alternativas al trasvase del ministerio, resulta muy esclarecedora. Desde el triunfo popular en las elecciones autonómicas de 1995, la Comunidad Valenciana ha incrementado en más de un 50% sus descargas atmosféricas de CO2; un aumento porcentual que no ha parecido suscitar particular preocupación en los mismos que hoy se rasgan las vestiduras por un posible aumento del 0,5%, dos órdenes de magnitud inferior. Es un ejemplo elocuente de fariseismo político: señalar una y otra vez la paja en el ojo ajeno haciendo caso omiso a la viga del propio. Pero es que, además, nada impide que el programa de desalación se impulse en paralelo a la producción de electricidad con fuentes renovables (eólica, solar, biomasa), evitándose así parcial o totalmente el incremento de dióxido de carbono y residuos nucleares, a la vez que se hace una clara apuesta por la innovación tecnológica y la sostenibilidad energética.
Concluyamos. La derogación del trasvase del Ebro por parte del Gobierno -y su refrendo en el Parlamento- ha supuesto una primera maniobra de frenado de la loca carrera "del Levante y Sudeste español" hacia el despeñadero de la insostenibilidad hídrica. A este primer movimiento tendrán que seguirle muchos más para enmendar la actual situación. Algunos, sin embargo, no sólo lamentan el que se haya echado el freno sino que les hubiera gustado apretar aún más el acelerador. Siguen obstinándose en ello. Sería lastimoso que arrastraran a una parte de la sociedad valenciana en semejante viaje y a semejante destino.
Ricardo Almenar es biólogo y consultor en medio ambiente, y Emèrit Bono es catedrático de Economía Aplicada de la Universitat de València.
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