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IDA y VUELTA
Columna
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'Mon oncle'

Mi tío Antonio descansa en un nicho del cementerio de Montjuïc desde el que se ve el mar y una panorámica inusual de la ciudad, que incluye el paso de cruceros, petroleros, gaviotas, ovnis y embarcaciones deportivas. Murió el 20 de julio de 1936, dos días después de la sublevación franquista que, si las cosas no hubieran cambiado para bien, celebraríamos hoy. Mi tío era un militante de las Juventudes Socialistas, activísimo dirigente del sindicato de Banca de UGT. Al día siguiente de la sublevación, se ofreció voluntario para viajar a Lleida con la intención de averiguar cuál era el alcance real de la rebelión. Viajaron en un camión y, cerca de Binéfar, les detuvo una patrulla de control de la CNT-FAI. No les dejaban pasar, así que mi tío descendió del vehículo y fue a discutir con los hombres armados que controlaban la zona. Según los testigos, no hubo maquinación ni alevosía, sólo la miserable confusión de un instante marcado por el caos y el acceso a las armas de personas poco o nada preparadas. En un momento del diálogo, parece ser que mi tío se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón para sacar su documentación y un exaltado lo interpretó como un gesto agresivo y le pegó un tiro. Así murió, montado en la caja de un camión, sin saber que días más tarde se celebraría un multitudinario entierro y que sus camaradas publicarían un texto en el que, entre otras cosas, puede leerse: "La seva mort és per nosaltres, a part la seva conducta de líder sobri i segur, un estímul per reforçar la lluita per aplastar el feixisme i anar a la realització del que ha estat sempre el seu afany: la societat sense classes".

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Sin perdón

En eso pensé cuando leí que el Gobierno exhuma la primera de las 150 fosas de la Guerra Civil, y en la extraña relación que los descendientes de los muertos tenemos con aquella pesadilla. Los que sabemos dónde están enterrados los nuestros y conocemos los detalles de su muerte todavía podemos entender algunas cosas, pero ¿cómo lo habrán vivido los que nunca volvieron a saber nada de sus antepasados fusilados o ajusticiados en cunetas y descampados? Por supuesto, no voy a celebrar el 18 de julio, pero sí dedicaré parte del día a pensar en ese tío al que sólo conozco por las fotografías. Y de tanto pensar en él, puede que me dé cuenta de que este artículo no habría sido posible sin su trágica muerte. Resulta que, al morir mi tío, mi padre quedó muy afectado y decidió implicarse todavía más en la defensa de unos ideales que ya compartía. La muerte de su hermano marcó su nivel de compromiso. En ese camino mi padre conoció a mi madre. Luego pasaron los años y muchas cosas que ahora no vienen a cuento, pero lo cierto es que, resultado de aquella unión marcada por aquel 18 de julio, nacimos mis hermanos y yo, como tantos y tantos otros que habrán sido la consecuencia de bombardeos, noches de tregua y reencuentro, madrugadas de pánico, despedida o exilio. Y pensaré que ahora que ya no tenemos que celebrar aquella fatídica efeméride, resulta que todavía quedan fosas por exhumar. Esta historia, multiplicada por los muertos de las guerras que puedan estar ocurriendo en este momento, por todas las fosas del planeta, confirma que detrás de cada cifra de víctimas y desaparecidos hay hermanos que deciden dedicar su vida a preservar la memoria de un fallecido y todas las derivaciones posibles. Ejemplo de derivaciones: hijos, nietos, deseos de exhumar a los olvidados y artículos como este, que sólo tiene el valor testimonial de una flor en un nicho con vistas al mar.

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