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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Letras de un mundo de ayer

La correspondencia que recoge este volumen abarca de 1906 a 1939, de los 25 a los 58 años de Stefan Zweig, prácticamente toda su vida pública. Se inicia con el envío de alguna de sus primerísimas obras: Guirnaldas tempranas (1906), a Freud y a Rilke, y El amor de Erika Ewald (1904), a Schnitzler. Intercambió obras con estos tres grandes compatriotas suyos toda la vida. Y con otros muchos grandes, no compatriotas. No lo hizo por afán de propaganda de sí mismo, este grandseigneur de la más florida sociedad vienesa, autor de enorme éxito editorial. Era afán de conocimiento del mundo de la cultura, y de mediación en él, de un "buen europeo", que sentía como tarea ética la construcción, desde ese campo, de un europeísmo auténticamente liberal. O de una internacional del espíritu, digamos.

CORRESPONDENCIA CON SIGMUND FREUD, RAINER MARIA RILKE Y ARTHUR SCHNITZLER

Stefan Zweig

Traducción de R. S. Carbó

Paidós. Barcelona, 2004

288 páginas. 18 euros

Y acaba, en el caso de Freud y Schnitzler, con la muerte de ambos. En el de Rilke, seguramente por la "parálisis interior" que devoraba a éste en su peor año, tras nueve de silencio desde Duino: el anterior a la explosión de las elegías y sonetos en Muzot (febrero de 1922) y a su definitiva decadencia física, poco después. Ya le había sucedido lo mismo en 1908: "Mi no-escribir no se debe a ninguna clase de insidia. Es sólo que desde hace meses he descuidado totalmente mi correspondencia, pues siempre se lleva parte de la única fuerza que me queda y no veo otra manera de ponerle límite que omitiéndola total y absolutamente". No es extraño: Rilke, con sus diez mil cartas, escribió el doble de correspondencia que de obra literaria. Para bien o para mal, era cosa del tiempo (también de un "mundo de ayer", pero en este caso para nosotros) esta tarea epistolar hercúlea. Todavía el 10 de junio de 1938, con 82 años, ya en el exilio londinense, Freud le confiesa a Zweig: "Ésta es mi undécima carta hoy".

De Freud separaban a Stefan

Zweig 25 años. Lo lee muy pronto, cuando el psicoanálisis todavía no era conocido, e inmediatamente influye en su prosa novelística. Sus relaciones con él en la correspondencia son de padre-hijo, dicen los editores. Más bien de maestro-adepto, o discípulo sumiso, diríamos. Para Zweig, Freud es el modelo de toda una generación, que, tanto desde el punto de vista intelectual como moral, a nadie debía tanto como a él. "Gracias a usted muchos vemos, gracias a usted muchos decimos cosas que, de no ser por usted, jamás se hubieran visto ni dicho". Un modelo, pues, en un sentido mucho más amplio que el de su praxis analítica. Justificando la parte que le dedica en La curación por el espíritu (1931), le escribe: "Puede ser que lo más importante para usted, el método curativo, no sea lo más esencial de su obra, creo que la revolución que usted ha provocado en lo psicológico y filosófico y en la entera estructura moral de nuestro mundo excede con creces la parte meramente terapéutica de sus descubrimientos". Freud, a su vez, admira en Zweig la profundidad psíquica de sus personajes (sobre todo en Jeremías y Confusión de los sentimientos, ambos escritos de 1917), al "maestro del estilo" que adapta el lenguaje al pensamiento "como los vestidos transparentes que pensaron los antiguos para los cuerpos de las estatuas".

Rilke tenía sólo seis años más que Zweig. Junto con George y Hofmannsthal es el único poeta que nombra con admiración desde siempre. La correspondencia con él ya no tiene la profundidad de la de Freud, es mucho más concreta. Se refiere poco, y sin mucha pasión, a la obra de ambos. Mucho más a tournées de conferencias, por ejemplo. Curiosas consultas de Rilke sobre la extremaunción o la confesión in articulo mortis, precisamente a un judío, sobre casas de alquiler y colegios para niños en Salzburgo, precisamente a un gran burgués, aislado de cualquier detalle material del mundo. Pequeñas disensiones sobre el grupo o no grupo de la Wiener Moderne, sobre la conveniencia o no de una antología de Rilke. Cuestiones editoriales, fechas de posibles encuentros, referencia a amigos comunes...

Llama la atención la falta de pretensiones de esta correspondencia, junto a una especie de tensión de fondo: cortesía contenida por ambas partes, unida a una franqueza realmente prosaica entre ambos. Sobre todo por parte de Rilke.

Schnitzler tenía 19 años más que Zweig. Fue otro maestro de su generación, pero más bien un maestro estético, el de la novela corta, amena: la novelle. Le agradece "la belleza de sus libros", pero nunca le escribe lo que a Freud: "La ayuda que nos ha prestado con su actitud humana no ha sido menor que la que nos ha dado con su obra". Sí es una relación de maestro-alumno la que pergeña esta correspondencia, pero más bien respecto de detalles técnicos literarios. Además, Zweig no es un discípulo reverencial, discute con el maestro. Resulta, por ello, más franco que con Freud. Le respeta y admira, de todos modos. Por ejemplo, tras asistir a la "triunfante representación" de la Llamada de la vida el 12 de diciembre de 1909, al día siguiente de su estreno en el Deutsches Volkstheater de Viena, le escribe: "Sentí como pocas veces antes los sentimientos que encierra un cuerpo humano que no se avergüenza de su desnudez y vi realmente, con un espanto dulce y arrebatador, el inmenso espacio que puede abrirse de pronto entre la vida más intensa y la nada... el abrazo hostil de vida y muerte, el centelleante segundo del ser uno en la pasión". Al fin y al cabo, Schnitzler es el primero en la literatura austriaca que descubre lo sexual como fuerza impulsora de la vida individual y social. Aunque él era un frío e indiferente artista del lenguaje, con distancia a las cosas. Mientras que Zweig se tomaba amor, vida y muerte muy en serio.

Zweig, quizá, se tomó todo

demasiado en serio. Aunque dentro de una especie de moralismo humanitario un tanto esotérico, sin mayor crítica. Temáticamente removió tabúes, sobre todo eróticos, pero nunca atentó en general contra los valores tradicionales del lenguaje. En el fondo de su ambigüedad permaneció un tradicionalista, un hombre de ayer, decimonónico. La grandeza y límites del humanismo burgués determinaron su triunfo y su tragedia. A él, que lo tenía todo, nada ni nadie pudo quitarle el dolor por lo perdido. A cambio, sí se quitó la vida. Pocos días antes de hacerlo, copió estas palabras de Montaigne, el elegante escéptico al que dedicó sus últimos esfuerzos intelectuales: "Vivir significa servir, bajo la condición de que la muerte es libertad de cada uno... La muerte es la gran vuelta a casa".

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