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Un congreso terapéutico

Resulta innegable que, en la cúpula de Convergència Democràtica de Catalunya, el desarrollo de su 13º congreso había suscitado inquietud. Las supuestas pugnas entre moderados y soberanistas, la reaparición del recurrente fantasma de las relaciones con Unió y, sobre todo, la posibilidad de que las bases exteriorizasen la resaca por la pérdida del poder hizo temer a algunos dirigentes una asamblea tumultuosa, con intervenciones agrias, votos de castigo y reproches a discreción. De ahí ciertos balbuceos en la configuración del nuevo organigrama; de ahí los llamamientos iniciales de Jordi Pujol a la unión sagrada; de ahí, incluso, las precauciones organizativas que se tomaron para mantener a la prensa lejos de los debates congresuales y de las votaciones: ya se sabe que los periodistas tienden a magnificar cualquier incidente, a ensanchar cualquier grieta.

En Cataluña, el entusiasmo ante la Carta Magna europea resulta menos que descriptible

Apresurémonos a decir que se trataba de unos temores infundados, pues no hubo incidentes ni grietas. Aunque a veces también sufren impulsos suicidas, en general las organizaciones políticas -como los individuos- se dejan guiar por los instintos de conservación y de supervivencia. Y la militancia convergente -51.318 hombres y mujeres, según las cifras oficiales- sabía que, tras el mazazo de diciembre, enzarzarse ahora en una búsqueda de culpables sería devastador, autodestructivo; porque, a pesar de algunos diagnósticos agoreros, Convergència no ha sido ni es la Unión de Centro Democrático. Artur Mas comparó al partido con un atleta zancadilleado que se ha roto varios huesos y requiere unos meses de escayola; en efecto, lo que la Convergència dolida y convaleciente de hoy necesitaba era sobre todo una terapia de grupo que recompusiera su autoestima y desdramatizase el paso a la oposición. "Después de 23 años, no se hunde el mundo por haber perdido el poder", sentenció Mas; Pujol remachó el clavo, con su lenguaje entre bíblico y menestral: "Lo primero que se precisa es saber aguantar. Antes que nada, serenidad, paciencia y fortaleza. Y mucha confianza".

Este propósito cicatrizante y balsámico dejaba poco lugar para la autocrítica, la cual, en efecto, brilló por su ausencia; incluso cuando, el sábado por la mañana, Jordi Pujol pareció ofrecerse para el papel del chivo expiatorio que carga con los errores del pasado y deja al partido una herencia libre de hipotecas, lo que el ex presidente hizo en realidad fue una enérgica reivindicación de su política y de su obra de gobierno, sin asomo alguno de contrición. Bien es verdad que nuestras formaciones políticas no han sido nunca muy proclives a autoflagelarse, ni siquiera tras los mayores descalabros: recordando al PSOE en su "dulce derrota" de 1996 y en su tenaz y acrítica defensa ulterior del felipismo, viendo la incapacidad del PP para admitir culpa ninguna en el naufragio del 14 de marzo, ¿era exigible de CDC una conducta demasiado distinta?

Por lo demás, y a pesar del estado de shock postraumático que les atribuyen los adversarios, los 1.898 delegados convergentes se mostraron hiperactivos en la tramitación y el debate de 4.791 enmiendas a las cuatro ponencias congresuales. Las enmiendas conocieron una suerte diversa, pero en general tendían a acentuar el contenido nacionalista y progresista de los textos discutidos, y a fortalecer el poder de la estructura territorial frente al aparato central de CDC. En su redacción final, las ponencias albergan pocas sorpresas o golpes de efecto, lo que explica seguramente el realce dado en los medios a la apuesta del congreso por un "modelo confederal que reconozca la plurinacionalidad dentro del Estado español". De hecho, el horizonte confederal flotaba desde hace largo tiempo sobre las tesis soberanistas y federalista-asimétricas de CDC, y está en los documentos fundacionales de Unió desde noviembre de 1931... Sin embargo, es bien chusco que aquellos que se pasaron 25 años reprochando sañudamente a Pujol su ambigüedad y su mercantil pragmatismo, que esos mismos editorialistas, articulistas o rivales políticos tachen ahora de "radicalización" y "fundamentalismo" el gesto clarificador de Mas y los suyos. ¿En qué quedamos?

Last, but not least, el congreso convergente tuvo la sinceridad de recoger y verbalizar el recelo, la reticencia de una buena parte de la sociedad catalana ante el contenido final de la recién aprobada Constitución europea. ¿Supone ello caer en el euroescepticismo o -como dijo ese Jaurès del socialismo hispano, Pepiño Blanco- identificarse con la extrema derecha continental? Es posible, aunque los 49 folios de la ponencia Catalunya a Europa i al món no dan pábulo a pensarlo. En todo caso, si a las reservas que Convergència dilucidará en un congreso extraordinario le añadimos el rechazo ya explícito de Esquerra Republicana de Catalunya, el voto negativo anunciado por Esquerra Unida i Alternativa y la actitud gélida de Iniciativa per Catalunya Verds -que se ha de perfilar en un referéndum interno-, tendremos que, en Cataluña, en el país que el pasado 13 de junio registró un 60% de abstenciones, el entusiasmo ante la Carta Magna europea resulta menos que descriptible. Lo cual constituye un problema, desde luego, pero no un problema de CDC, sino del sistema político y de la construcción europea en su conjunto; y esa clase de problemas no se resuelven con exabruptos o descalificaciones.

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Naturalmente, cada uno de los partidos antes citados fundamenta su rechazo a la Constitución de la UE sobre razones matizadamente distintas, pero en la transversalidad del nacionalismo catalán hay una que ha resumido a la perfección Jordi Puigneró, el militante de CDC promotor de la enmienda crucial: "¿Usted cree que el PSOE o el PP votarían la Constitución europea si ésta no reconociese el idioma español?". Pues eso.

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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