La que cayó
Cayó piedra. No lo digo por el tormentón caído en la tarde-noche de vísperas sanfermineras, sino por la presencia del diputado navarro don Jaime Ignacio del Burgo en la comisión investigadora del 11-M. En la noche electoral, la del 14-M, nuestro paisano, que ya había padecido un par de pérdidas del resuello en el tramo final de la campaña, apareció ante las cámaras con la color demudada y al borde de la lipotimia. Después, algo recuperado, desgranó en la prensa las mismas inamovibles certezas que Aznar acaba de proclamar en los célebres cursos de verano. Como don José María, pero mucho más madrugador que él, don Jaime Ignacio subrayó la dudosa legitimidad del resultado electoral, así como la evidente deriva de España hacia el precipicio. Y tras insistir en glosar aciertos tan rotundos de Aznar como la intervención en Irak o la propia crisis informativa del 11-M, denunció la manipulación mediática por la que los incautos electores se habían dejado embaucar como canelos. Cayó piedra. Quien crea que un hombre de certezas tan inamovibles como el diputado ultranavarro va a dejarse embaucar por las dudas que puedan suscitarse en la comisión, ése si que es canelo.
La Plaza del Castillo es espejo del tipo de fiestas que la autoridad conservadora planifica para todos
Cayó piedra y también un traicionero tormentón. Y claro, la señora alcaldesa de la muy alegre ciudad de Pamplona, que había repartido abanicos en el chupinazo, se vio como Gallardón: ¡menudo éxito si llega a repartir paraguas! No te digo ya si reparte canoas. Antes de las fiestas, y de igual manera que Gallardón había embellecido Madrid para la boda, la alcaldesa repartió geranios. Geranios con que embellecer la Plaza del Castillo, su opus magna -con perdón por el latinajo, y por las alusiones religiosas, si las hubiera- en materia de rehabilitación.
En la boda, los naturales de por aquí tuvimos la alegría indecible de vernos representados no sólo por Urdaci -ese querido paisano que hizo época en televisión con su ceceo informativo y su acrisolada ecuanimidad-, sino por Jaime Arturo del Burgo, hijo de don Jaime Ignacio. Del Burgo junior, luego de echar a perder algunas empresas del pujante ramo de la construcción para las que Fraga y Gallardón habían dado abundantes fondos públicos, ha puesto negocios en México con Juan Villalonga, aquel gran amigo de Aznar, también exiliado de esta España que se despeña.
La Plaza del Castillo, opus magna de doña Yolanda en materia de lo que los amigos americanos llaman "ennoblecimiento", término más exacto que "rehabilitación", es estos sanfermines espejo del tipo de fiestas, y del tipo de ciudad que la autoridad conservadora planifica para todos. Fiestas con las que tanto gozarían algunos ausentes, se hallen en el exilio o defendiendo certezas inamovibles en el Congreso.
Por las noches la plaza luce en tecnicolor, pero en aquel tecnicolor de cuando Fraga animaba las noches y jardines de España con alegres e instructivos espectáculos de "luz y sonido". De día es una demostración floral. Casualmente, de aquellas demostraciones florales de cuando don Manuel embellecía villas y aldeas. Los abanicos, muy a tono con eso. Lástima lo del tormentón. Doña Yolanda, ya digo, no había encargado canoas -ni siquiera colorísticos paraguas- para luchar contra los elementos.
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