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Columna
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Baja ocupación

El litoral valenciano ya no es aquella franja larga y estrechísima de apacibles poblados marineros, clima mediterráneo muy suave, poco cemento, escasa cochambre en el medio ambiente y precios al alcance de la cartera del taxista de Edimburgo o el mecánico de Hamburgo. Eso era cuando la guerra fría y el Planeta corría el riego de desaparecer en cualquier crisis caribeña de misiles con cabeza nuclear. Eran tiempos de noticieros cinematográficos, cargados de pomposo triunfalismo, que celebraban la llegada a la Península o a las islas del o la turista no se sabe que millón. A algunos el triunfalismo que originaba la rubia escandinava, que completaba el millón número quince o dieciséis, nos resultaba irrisorio, porque nunca logramos descubrir cómo se contaba con tanta minuciosidad los turistas que llegaban al país.

Las lenguas viperinas de entonces susurraban de forma malintencionada que los ingresos por turismo y las remesas de los emigrantes sostenían la economía del régimen salido de una guerra incivil. Pero el turismo, como hecho social, económico y cultural, iba y va más allá del comentario malintencionado, y más allá del alivio económico que aportara al tardofranquismo. Hoy, según los expertos del ramo, el turismo supone en las comarcas norteñas del País Valenciano el 11,5% de su Producto Interior Bruto: una de las claves de la próspera economía castellonense. Y eso a pesar de que los apacibles poblados marineros desaparecieron, el cemento es excesivo, no escasea la cochambre en el medio ambiente, y la sufrida cartera del taxista londinense o del mecánico de Múnich paga precios altos por disfrutar de unos días en este litoral, que sigue teniendo un clima agradable, también después de las décadas de tensión que nos regaló la Guerra Fría, ya desaparecida.

No han desaparecido, sin embargo, ni triunfalismo, ni las previsiones triunfalistas un poco o un mucho alejadas de la realidad, de la vida pública. A guisa de ejemplo bastaría citar todo cuanto rodea a la política turística de los parques temáticos y los millones de visitantes que, según sus promotores deberían atraer, y el retrato económico en el que aparece Terra Mítica. O las previsiones triunfalistas, propias de noticieros cinematográficos de antaño, de Carlos Fabra y su entorno empresarial con respecto al aeropuerto de Vilanova d'Alcolea o mundos ilusionados o desilusionados de la Ribera de Cabanes. Previsiones que no paran mientes en la realidad. Porque la realidad está en boca de la patronal del sector turístico de Castellón, que habla de poca ocupación hotelera, por debajo de la que hubo en años anteriores y que habla de descenso preocupante de visitantes. La realidad viene dada por esas ofertas a la baja para atraer clientes a sus establecimientos, que preocupan en Alicante a responsables de gremio como Pere Joan Devesa. Algo no funciona en el modelo de previsiones o en la nebulosa del triunfalismo turístico.

Y no se trata tan sólo de los altos precios que mecánicos y taxistas de otros pagos pagan en estos nuestros. Tampoco se le puede achacar todo a las repercusiones de los atentados, o a la fortaleza del euro, o a la competencia de otras regiones mediterráneas, como indican los empresarios castellonenses y alicantinos. Porque quizás la cuestión del turismo gire más en torno a un modelo que ya no atrae al visitante europeo a un litoral valenciano salpicado de apacibles poblados marineros. Hay excesivo cemento y triunfalismo, y se necesita otro modelo.

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