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Crónica:NUESTRA ÉPOCA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las peligrosas fantasías de EE UU

Ha sido un periodo tenso y sobrecargado -las conmemoraciones del Día D, la muerte de un ex presidente, la carnicería diaria en Irak, las imágenes de la cárcel de Abu Ghraib, hoy, 4 de julio-, con lo sublime y lo sórdido, lo decente y lo desesperado, tan entretejidos en la vida de Estados Unidos que es difícil conciliar la elevada retórica de un momento con la realidad terrible del siguiente.

Mientras los estadounidenses recordaban a los chicos de Pointe du Hoc y al presidente que les inmortalizó, tenían que leer informes en los que los abogados del Gobierno decían a sus superiores que, en sí, el hecho de causar dolor o sufrimiento -sea físico o mental- no es suficiente para hablar de tortura.

A medida que el Gobierno iraquí adquiera legitimidad, la resistencia furibunda -que ha matado muchos más iraquíes que de EE UU- perderá fuerza
A EE UU sólo le queda una tarea en Irak: evitar la guerra civil y la fragmentación del país. Enviar más tropas sólo servirá para proporcionar más blancos
Los iraquíes pueden no tener todavía plena soberanía, pero EE UU tiene que entender que son ellos los que son ya soberanos de lo que allí ocurra

La discrepancia entre los nobles sentimientos que se oyeron en el funeral del presidente Reagan y los intentos de los abogados de justificar lo injustificable nos dejó incapaces de decidir si la retórica del funeral era un momento de reafirmación espiritual o un mero ejercicio de amnesia organizada.

Los memorandos de los abogados de la Casa Blanca, el Departamento de Justicia y el de Defensa dieron nuevo significado a la expresión de Robert Lowell "servilismo salvaje". Su argumento -que la autoridad intrínsecamente constitucional del presidente para administrar una campaña militar hacía que las obligaciones de Estados Unidos, en virtud del Convenio sobre la Tortura, no pudieran aplicarse a los interrogatorios realizados bajo sus órdenes- nos dejó pensando si habrían oído hablar del tribunal de Núremberg.

Se podría pensar que, después del gran discurso de apertura del magistrado Robert Jackson en los juicios por crímenes de guerra contra los dirigentes nazis en Núremberg, ningún abogado estadounidense se atrevería jamás a emplear la obediencia a una autoridad superior como argumento para justificar abusos inhumanos. En los memorandos que han ocupado las páginas de nuestros diarios había algo más que servilismo. Había también un terrible olvido.

Dirán ustedes: recuerde al presidente fallecido. No mancille su recuerdo con asociaciones dolorosas. Pero eso no es posible. El choque entre la retórica de la democracia americana y la realidad de la vida estadounidense es eterno. Es la auténtica esencia de EE UU.

No hay más que preguntar a los demandantes en el juicio de Brown contra la Junta de Educación

[juicio celebrado en 1954, cuya sentencia estableció que era inconstitucional la discriminación por motivos de raza en la enseñanza] cuánto tuvieron que esperar para que se aboliera la doctrina de "separados pero iguales". Pregunten a los que fueron profesores en las escuelas públicas segregadas si la promesa encerrada en la sentencia de Brown se ha hecho plenamente realidad incluso hoy. Estados Unidos nunca ha estado a la altura de su retórica y, a veces, su única forma de seguir creyendo en sí mismo es olvidar.

En el funeral, el padre del presidente Bush habló de un Estados Unidos a la imagen del presidente fallecido: esperanzado, generoso, idealista, audaz, decente y justo. Los iraquíes han conocido a estadounidenses así, pero su reputación ha quedado manchada por los pocos que sonreían en Abu Ghraib.

Para rehuir su responsabilidad, los dirigentes estadounidenses proclaman con gran seguridad que los culpables no son más que unas cuantas manzanas podridas en un cesto de fruta jugosa.

La realidad, como ocurre siempre, es más dolorosa. Salgan a preguntar a los estadounidenses qué opinan de Abu Ghraib. Una encuesta reciente de ABC News y The Washington Post concluyó que el 46% de los ciudadanos creía que los malos tratos físicos, sin llegar a la tortura, son aceptables a veces, y el 35% dijo que en algunos casos es aceptable la propia tortura.

Volverán a decir: no exagere. No hay que desmoralizarse. Pero ninguna otra democracia queda tan al descubierto con estas duras yuxtaposiciones morales, porque ningún otro país ha hecho de su fe en sí mismo una religión civil.

Una de las premisas en las que se basó esa religión civil fue la abolición del castigo cruel y desmesurado. Así se diferenciaba la joven república de las crueles tiranías europeas. De ese sentimiento de ser excepcionales surgió un sentido excepcional de tener una misión.

Un grito de angustia

Theodore Sorensen, que en su juventud escribió los mejores discursos del presidente Kennedy, pronunció hace poco uno en un acto de graduación que, más que unas palabras de salutación, era un grito de angustia. Recordó un tiempo en el que los estadounidenses podían ir al extranjero y caminar por avenidas llamadas Lincoln, Jefferson, Roosevelt y Kennedy.

Hoy día, casi nadie da nombres de personajes estadounidenses a las calles de sus ciudades. ¿Qué ha ocurrido con nuestro país?, exclamó Sorensen. Hemos estado en otras guerras sin recurrir a la humillación sexual como tortura, sin poner obstáculos a la Cruz Roja, sin insultar ni engañar a nuestros aliados y a la ONU, sin traicionar nuestros valores tradicionales, sin imitar a nuestros adversarios, sin ensuciar nuestro nombre en todo el mundo.

La angustia de Sorensen era sincera, pero olvidadiza. Se olvidaba de Vietnam, la mancha que nació durante el mandato de su presidente asesinado y se fue extendiendo hasta arruinar el poder y el prestigio de Estados Unidos durante décadas. Irak no es Vietnam, pero conviene recordar Vietnam y ser conscientes de que EE UU no siempre acaba venciendo.

En Abu Ghraib, EE UU pagó el precio del excepcionalismo estadounidense, la idea de que es un país demasiado noble, demasiado especial y demasiado importante para obedecer tratados internacionales como el Convenio sobre la Tortura o a organismos internacionales como la Cruz Roja.

Abu Ghraib y los demás desastres de la ocupación han costado a Estados Unidos la confianza de los iraquíes, que sus soldados habían obtenido pacientemente desde la victoria. Eso quiere decir que ha perdido la oportunidad de contribuir a que Irak sea mejor. Aceptarlo no será fácil.

No por eso hay que pensar que se ha perdido Irak, como se perdió Vietnam en su día. El nuevo Gobierno provisional lucha para convencer a los iraquíes de que está al servicio de ellos y no de EE UU.

A medida que el Gobierno iraquí adquiera legitimidad, la resistencia furibunda -que ha matado a muchos más iraquíes que estadounidenses- perderá fuerza. Si el Gobierno provisional y la misión de la ONU consiguen que haya un acuerdo constitucional en el año 2005 y elecciones libres en el 2006, Irak será lo que el gran ayatolá Alí al Sistani dice que debe ser: un país gobernado por la voluntad del pueblo.

Ahora, los chiíes, suníes y kurdos tienen, pese a su desconfianza recíproca, razones objetivas para evitar la guerra civil, y, por lo menos, existe un camino hacia las elecciones que puede atraer a los pistoleros para que se pasen a la política.

Los iraquíes pueden no tener todavía plena soberanía, pero Estados Unidos tiene que entender que son ellos, y no los estadounidenses, los que son ya soberanos de lo que allí ocurra.

¿Quién es capaz de leer el libro de Bob Woodward Plan of attack y no quedarse boquiabierto al saber que desde el primer momento, a finales de 2001, ninguno de los dirigentes civiles, ni Condoleezza Rice, ni Colin Powell, ni George Tenet, ni el presidente, preguntó dónde estaban los planes para la fase de ocupación? ¿Quién no se indigna al saber que los ejércitos victoriosos asistieron pasivamente, durante un mes, al saqueo y expolio de Irak?

Alguien que, como yo, apoyó la guerra por motivos relacionados con los derechos humanos, no tiene dónde esconderse: no creímos que el Gobierno fuera a ser especialmente simpático, pero sí que sería competente. Su incompetencia no tiene excusa, pero nuestra ingenuidad tampoco.

Una cosa bien, lo demás mal

No obstante, sí hay una cosa que Estados Unidos hizo bien en Irak y que no podía haber hecho ningún otro país: derrocar a un dictador. Todo lo demás se hizo muy mal, y algunas cosas -Abu Ghraib- fueron una vergüenza moral y una catástrofe estratégica.

A Estados Unidos sólo le queda una última tarea en Irak: evitar la guerra civil y la fragmentación del país. Mandar más tropas sólo servirá para proporcionar más blancos y postergar el momento en el que los iraquíes tengan que defenderse a sí mismos.

Estados Unidos no puede defender a Irak de sus demonios separatistas; sólo puede ayudar a los iraquíes a hacerlo. Cuando exista un Gobierno libremente elegido, Estados Unidos deberá retirarse. La fecha de regreso establecida en la resolución de Naciones Unidas es enero de 2006.

Para entonces, el petróleo tiene que manar de nuevo y las arcas del Estado iraquí deberían llenarse, y lo que hagan los iraquíes con ese dinero lo decidirán ellos, no nosotros.

En Irak, Estados Unidos no ha hecho historia, sino que le ha servido de juguete. En la región en general, Estados Unidos no es el actor hegemónico, sino el creador vacilante de unas fuerzas que entiende a duras penas. En Oriente Próximo se limita a observar, aparentemente impotente, mientras los israelíes construyen más acontecimientos y los palestinos producen más terroristas suicidas. Es decir, el mundo no está ahí para que Estados Unidos lo moldee con arreglo a sus deseos.

Está bien que Estados Unidos haya querido ser mejor de lo que es. Pero no puede seguir llevando el peso del destino.

Porque la convicción de nuestro país de que es el instrumento escogido de la Providencia hace que sobrevalore su poder; le anima a mentirse a sí mismo cuando comete errores, y hace que sea más difícil vivir con la dolorosa verdad de que la historia no siempre -en realidad, pocas veces- obedece las grandiosas pero peligrosas fantasías de la voluntad estadounidense.

Un detenido y torturado en la cárcel de Abu Ghraib, en Bagdad.
Un detenido y torturado en la cárcel de Abu Ghraib, en Bagdad.'THE WASHINGTON POST'

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