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Columna
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El chimpancé

Miquel Alberola

Cuando los marines norteamericanos sacaron con sus tejones a Sadam Husein de la madriguera en la que se había metido en su retirada me dio la impresión de que ya sólo se trataba de un chimpancé. En ese momento de aturdimiento y desorientación ante el médico que le practicaba una inspección bucal, la derrota y la humillación de ser un león atrapado como un conejo le devolvía todo su carácter vertebrado originario, incluso la docilidad de si hubiese estado alimentándose de hojas, semillas y hormigas. El asesino que había suprimido a sus opositores políticos sin piedad, que había ordenado fumigar a los kurdos con gas tóxico y había sometido a su pueblo con toda la cuchillería a su alcance había desaparecido de su expresión. Allí apenas se reconocía a un mono con la mirada hundida en sí mismo, atestado de insectos y ofreciéndole la rabadilla al oficial médico como acto de sumisión total. No sólo había perdido el poder y a sus dos principales hijos, parecía que tampoco le quedaba orgullo. Había podido huir con toda su familia y toda la riqueza acumulada, como le ofrecieron gobiernos árabes. Otros valentones salieron pitando con la pasta cuando las cosas se pusieron feas, como el indonesio Mohamed Suharto, el filipino Ferdinand Marcos, el zaireño Mobutu Sese Seko, el nigeriano Sani Abacha, el serbio Slobodan Milosevic o el peruano Alberto Fujimori. Incluso como el carnívoro ugandés Idi Amin Dada, quien se guareció hasta la muerte en Arabia Saudí como pago a sus servicios en la expansión del islam cuando fue derrocado por el ejército de Tanzania con la única baja de un tanque. Ahora Sadam Husein sólo sería un nombre en esa clasificación de feroces sacamantecas y su única preocupación la constituiría permanecer inmune hasta fallecer. Pero se sintió superior a todos ellos y no huyó confiado en que iba a aplastar a cualquier enemigo. Hizo algo peor: dejó Irak infestado de escorpiones, pero se convirtió en un chimpancé. Ahora, encadenado ante el tribunal, con ojeras, más delgado y más místico, apenas queda nada en él que recuerde fue un león. Hasta cuando levanta la zarpa amenazante parece un mono desahuciado, condenado a muerte.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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