El marino Arkhipov y la suerte del mundo
¿Recuerda usted qué hacía la mañana del sábado 27 de octubre de 1962? Lo más probable es que no tenga ni idea. Y, sin embargo, en aquel momento su vida, la de su familia y la de todos nosotros pendía de un hilo que estuvo a punto de romperse. La historia la hemos conocido hace pocos meses y la prensa española no le ha prestado atención. Y, sin embargo, merece ser conocida y meditada.
El sábado 27 de octubre de 1962 fue el momento álgido de la crisis de los misiles de Cuba y del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ésta había levantado plataformas de misiles en Cuba, amenazando los Estados Unidos. El presidente Kennedy, alertado por los aviones espías de la CIA, declaró el bloqueo comercial de la isla enviando destructores para hacerlo efectivo. Los buques debían interceptar un convoy de cargueros soviéticos que se aproximaban a Cuba, presumiblemente cargados con más misiles. Y los cargueros iban escoltados por submarinos soviéticos B-59.
Pues bien, aquel sábado fue el día crucial de la crisis. Un avión espía U-2 había sido derribado sobre Cuba y otro fue atacado por cazas Mig sobre Siberia. El Estado Mayor había ordenado la invasión de Cuba para las 16.00 de esa tarde. Un total de 2.952 dispositivos nucleares en ICBM, submarinos Polaris y bombarderos SAC estaban preparados y en alerta. Robert McNamara recordó más tarde que pensó que no alcanzaría a ver el alba. Y en la reunión del Estado Mayor se supo del incidente.
Al parecer, en algún momento del encuentro de los navíos rusos y americanos cerca de la línea de bloqueo un destructor americano dio el alto a un carguero escoltado por un submarino soviético. El submarino lanzó entonces un disruptor de sonar que el capitán del destructor confundió con un torpedo, y al que respondió lanzando cargas de profundidad sobre el submarino. Fueron escasos minutos, pero tensos. Finalmente, el carguero dio la vuelta, seguido por el submarino. Eso es lo que sabíamos y se narra en cientos de libros y varias películas.
Lo que ni Kennedy, ni ninguno de sus consejeros, ni nadie, sabían en aquel momento es que los tres submarinos soviéticos que acompañaban el convoy estaban provistos de torpedos con cabeza nuclear. Y lo que es peor aún, debido a la dificultad para establecer comunicaciones, disponían de la opción táctica para utilizarlos, es decir, Moscú les había autorizado a hacer uso de esos torpedos sin solicitar autorización; bastaba que los tres principales oficiales del submarino dieran su visto bueno. De ocurrir tal cosa, el riesgo de conflagración nuclear era inmenso y, en este caso, como había señalado Eisenhower, el hemisferio norte desaparecería del mapa humano.
De modo que, mientras descansábamos de nuestras ocupaciones normales aquel sábado de otoño, un submarino soviético B-59 estaba siendo zarandeado a pocos cientos de metros de la superficie por las cargas de profundidad de un destructor americano. Las cargas explotaron justo al lado del casco, recuerda Vladímir Orlov, el oficial de inteligencia del submarino. "Era como estar sentado en un barril de metal que alguien golpea continuamente con un martillo". Según relatan los testigos, en el submarino reinaba el caos, les faltaba el aire, pues llevaban 17 horas sumergidos, los marinos se desmayaban y los oficiales le gritaban al capitán que lanzara sus torpedos y hundiera el destructor americano. El capitán no sabía qué hacer, e incluso se preguntaba si la guerra mundial había estallado ya por encima de sus cabezas.
Pues bien, en ese instante brutal se jugó la suerte del mundo. Se reunieron los tres oficiales para tomar una decisión. El capitán votó a favor de lanzar los torpedos. El segundo oficial secundó la propuesta. Pero el tercero, el comandante adjunto, un marino llamado Vasili Arkhipov, votó que no y consiguió calmar al capitán. Las cargas de profundidad cesaron debido a una llamada urgente de Washington. Quince minutos después de que el embajador soviético Dobrynin saliera de la Casa Blanca llevando un mensaje urgente del presidente Kennedy para Khrushchev, el submarino salió a la superficie. A la mañana siguiente Khrushchev retiraba los misiles de Cuba a cambio de la retirada de los misiles americanos de Turquía.
La moraleja es clara: debemos suponer que buena parte de los humanos, quizá todos, le debemos hoy la vida a un desconocido marino que, zarandeado por cargas de profundidad en aguas del Caribe, tuvo la serenidad de decir "no". La historia se ha sabido hace poco a consecuencia de la desclasificación de documentos soviéticos y a una reunión celebrada en La Habana en octubre del año pasado. La leí hace tiempo en el Washington Post y desde entonces no para de bullir en mi cabeza.
Casi todos creemos que la historia es la resultante de grandes fuerzas, estructuras, leyes, mercados, poderes. Y sin duda así es. Pero esas leyes, fuerzas o poderes actúan siempre a través de seres humanos, que somos sus portadores y ejecutores de modo que esa Gran Historia es también la historia de personas normales. Y al final de las grandes leyes o procesos siempre encontramos un marino Arkhipov, un personaje frecuentemente desconocido, obligado a tomar decisiones que no desea tomar, con información insuficiente o incorrecta, sin tiempo para meditarla, y sometido a todo tipo de presiones.
No sé bien qué lecciones extraer de esta historia, que me ha impresionado. Sólo apuntaré una, la más vulgar. Cuando nos quejamos del nuevo desorden internacional, de la inseguridad, de la globalización, del terrorismo internacional, de la arrogancia de los países poderosos, pensemos de dónde venimos. Pues durante más de cuarenta años nuestra seguridad pendía del hilo de la destrucción mutua asegurada entre las dos grandes potencias, que era, con seguridad, la destrucción del mundo. Y que el holocausto total fue algo más que una quimera lo prueba esta pequeña historia. Desgraciadamente, aún son muchos los países que atesoran o construyen armas nucleares y que se amenazan o nos amenazan con ellas. Pues bien, puede que la próxima vez el marino Arkhipov no tenga tanta serenidad, esté nervioso o cansado, la información sea más deficiente o las presiones sean excesivas.
Emilio Lamo de Espinosa es director del Real Instituto Elcano.
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